Educación v. adoctrinamiento: el valor de las humanidades
Semanas atrás, el debate en torno al alcance y contenido de la educación puso en agenda política la posibilidad de penalizar el adoctrinamiento en las aulas. En “La crisis de la educación”, Hannah Arendt sostuvo que el adoctrinamiento es peligroso porque “pervierte la comprensión” y obtura la forja de hábitos que nos permiten discernir. Escrito a mediados del siglo XX durante la Guerra Fría, el ensayo es una crítica al macartismo. Denuncia el atropello del derecho a la libre expresión y valora el plus que aportan las humanidades a la educación. Pero Arendt nunca propuso la sanción penal ni la administrativa, como solución al problema del adoctrinamiento, es decir al peligro de hacer del aula una prolongación del Estado.
Para la tradición clásica, la paideia griega no comprendía el desarrollo de destrezas técnicas, como la especialización o los oficios, sino la formación integral. Aludía a la “apostura interna” del hombre libre. Aunque de procedencia distinta, paideia y humanitas requieren el ejercicio asiduo de hábitos que templan el carácter, del mismo modo que el agricultor trabaja la tierra para que dé frutos. La metáfora agrícola no es griega sino romana y la humanitas de Cicerón desplaza la conservación de la tierra al cultivo del alma. Las humanidades no son un instrumento eficaz, sino el medium propicio para potenciar el desarrollo personal, cuya condición es la libertad y su perversión, la uniformidad ideológica. El cultivo de las humanidades es el extremo opuesto del adoctrinamiento, pues la integridad personal debe gravitar por sobre las lealtades de bando, las convicciones religiosas y los gustos políticos.
Pero el humanismo tiene muchos rostros. Peter Sloterdijk mostró la deriva de la humanitas clásica a los “humanismos burgueses” del XVIII y a “las antropotécnicas” del siglo XX. Al humanismo clásico le siguió el humanismo burgués y nacional, que promovió el perfil identitario de las naciones. Los juicios de valor contenidos en Facundo de Sarmiento expresan el debate vernáculo de mediados del XIX. El matadero de Echeverría insinúa una particular valoración de Rosas. Sugerir como canon de lectura La lotería de Babilonia, de Borges, conduce a evaluar la deriva autoritaria de la democracia. El Martín Fierro, clave durante la escolaridad, fue considerado por Lugones como “el libro nacional” y al gaucho como símbolo del ser argentino. Mas si volvemos a Borges, su Biografía sobre Tadeo Isidoro Cruz, cuestiona la mirada decimonónica que alegoriza al gaucho como colectivo nacional. Fierro, en su opinión, no es sino un cuchillero –entre otros– de segunda mitad del XIX.
Si el humanismo clásico incita, por simple emulación, al amor a las letras y a la filosofía, el humanismo burgués y nacional juzga imprescindible la transmisión de algunos valores y excluye otros. Exige una elite de “sabios” que disciernen las lecturas apropiadas/funcionales a las necesidades políticas del momento. En la Atenas arcaica, Platón creyó preferible poner a raya el influjo educativo tradicional de los poetas y en su lugar, propuso una detallada currícula de disciplinas en grados ascendentes de complejidad, con el propósito de seleccionar a los mejores. Slotedijk pone en entredicho la meritocracia platónica y lo pondera como precursor de las antropotécnicas del siglo XX. Los totalitarismos trajeron consigo la eugenesia y el intento de erradicar la pluralidad en pos de la construcción de un Hombre Nuevo. Al respecto, las distopías de Orwell plasman las experiencias políticas del siglo XX y su poder educativo supera cualquier informe historiográfico. La decisión sobre el canon de lecturas escolares siempre está supeditado a valoraciones funcionales.
Afortunadamente, la literatura y la historiografía se emancipan soberanamente tanto de las motivaciones de sus autores como de los propósitos de los políticos (inclusive los de los padres de la patria). De lo contrario, no merecería la pena volver una y otra vez a República de Platón, a La Eneida de Virgilio o la “Oración fúnebre”, de Pericles. Las acciones se desligan de los propósitos inmediatos de los actores pretéritos y como consigna L. A. Romero, “la historia es una permanente revisión. Esa es la virtud del oficio”.
Sancionar penalmente la conducta de un docente o la “bajada de línea” de una institución, es una propuesta poco feliz. La revolución cultural gramsciana podría no ser más que un término vacío y la tan temida “penetración cultural”, no ser patrimonio del neomarxismo, sino la máxima de un liberalismo magro. Tan lícito fue despreciar 6,7,8 durante el gobierno K como lo es hoy rechazar acusaciones e insultos a los medios no funcionales al oficialismo, por parte del gobierno. En 1787, Jefferson escribió: “si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin un gobierno, no vacilaría un instante en preferir esto segundo”. Veía claramente el peligro que representaba para la república una prensa adepta o la liquidación de los medios no funcionales a propósitos políticos. La colonización de los medios es un proceso técnico afín al adoctrinamiento, pero la “formación de la opinión pública” es de otra índole, pues no busca la uniformidad. Lo saludable es que tanto la escuela, donde se forman futuros ciudadanos, como los medios que informan y forman, defiendan sus juicios de valor con argumentos razonables.
Como apuntó Arendt hace casi 70 años el oficio docente no es técnico y la maniobra fascista del adoctrinamiento pervierte la comprensión. La comprensión lectora de los que se inician en una disciplina es la condición sine qua non, pero la verdadera formación acontece cuando el iniciado no repite opiniones ajenas, sino que “las entreteje con los propios juicios” (Kant dixit). Elabora sus propias reflexiones y desarrolla el discernimiento que supera con creces el mero repetir sin escrúpulo. Forjar los propios pareceres es una tarea ardua, que involucra dudar, examinar y suspender el juicio, cuando amerita. Nunca se trata de adoctrinar sino de enseñar a comprender por uno mismo.