Educación: los requisitos para una economía basada en el conocimiento
¿Se puede esperar que a futuro contemos con una “economía basada en el conocimiento” cuando el Estado no distribuye conocimientos significativos en sus escuelas?
¿Cómo llamar la atención de la dirigencia política, de los economistas, de los funcionarios a cargo de los servicios educativos acerca de los programas que no se cumplen, de las enseñanzas que los docentes no pueden realizar en sus aulas, de los controles y evaluaciones que no se hacen, de que las regulaciones laborales del siglo pasado ya no sirven, y que los títulos que se expiden con certificación nacional son una estafa?
Vivimos ficciones de políticas educativas y tenemos algunas noticias de este drama cuando de manera esporádica se publican resultados de evaluaciones parciales de los aprendizajes de los alumnos. Evaluaciones que además se hacen acordando previamente qué preguntar y no qué se debió haber enseñado y aprendido. Nos alarmamos también cuando una empresa, como recientemente Toyota, no encuentra egresados del nivel secundario para poder emplear.
Traslademos por un momento esta situación al campo de la salud e imaginemos que en cada centro médico del país nadie aplique los protocolos adecuados para intervenir en las diferentes enfermedades, ya sea porque no están preparados para hacerlo o porque los médicos desconocen los procedimientos establecidos. El resultado más probable sería el aumento de la mortalidad de manera exponencial y una masiva protesta ciudadana en busca de explicaciones y correcciones a futuro.
En educación sí ocurre, pero como las víctimas son los niños y jóvenes que cada vez aprenden menos, eso casi no se nota, o al menos no tiene el dramatismo de vida o muerte. Sin embargo, el daño es masivo y afecta a toda la sociedad, la calidad de la vida en ella y las posibilidades reales de que podamos desarrollar una economía que les dé trabajo a todos, que sea competitiva a escala mundial y que ayude a sacar a la Argentina de la decadencia en la que vive.
Debemos recuperar el sentido de la educación y de la escuela y hacerlo no para replicar el modelo que conocemos, sino para crear la escuela que necesitan nuestros jóvenes para sentir que vale la pena el esfuerzo de estudiar. Esa escuela debe estar centrada en el aprendizaje, y este, en la resolución de los problemas actuales que puedan vincular a los estudiantes con el mundo real, que hagan sentir a los jóvenes que su trabajo, sus estudios, puede aportar algo al mundo en el que viven.
En ese proceso de aprendizaje los alumnos deben ser actores principales investigando, probando, argumentando, compartiendo con otros, usando todas las fuentes posibles y los innumerables programas de simulación con los que se puede vivenciar cómo trabajan los científicos en sus laboratorios. Para eso ni siquiera es necesario un equipamiento sofisticado en las escuelas. Recursos simples en muchos casos y un teléfono inteligente, una tablet o una computadora. Las comunicaciones por primera vez hacen posible que en cualquier lugar del país y en la escuela más humilde se pueda aprender ciencia.
El trabajo por hacer es claro: para llevar al aula los extensos y ambiciosos diseños curriculares, hay que convertirlos primero en secuencias para la enseñanza, seleccionando los conceptos fundamentales que se repetirán con diferentes niveles de complejidad durante toda la escolaridad. Recién entonces enviarlos a todas las escuelas para que puedan ser enseñados. Junto con abundante producción de materiales de referencia.
Hubo un error conceptual cuando se diseñó el proceso de elaboración y acuerdos de los contenidos básicos comunes para la enseñanza, para garantizar un piso de calidad en todo el país. Se pensó que estos contenidos acordados, una vez que fueran incluidos y enriquecidos en los diseños curriculares en cada provincia, se podían remitir a las escuelas para su aplicación. Un prejuicio hay en la base de ese error: no se debía avanzar sobre el “profesionalismo docente”. Pero han pasado más de veinte años sin que se hagan realidad en las aulas los renovados acuerdos del Consejo Federal. Y también ha pasado el mismo tiempo sin que se actualizara la oferta de los institutos de formación docente, para acompañar esos cambios curriculares.
En consecuencia, surge claramente que esa tarea es imposible que se pueda hacer en las escuelas, salvo muy contadas excepciones. Pensemos que, si aquellos documentos son concebidos por especialistas graduados y con mucho dominio de cada disciplina, es muy difícil que los docentes de aula, por su formación, puedan convertirlos en procedimientos para la enseñanza.
Por lo tanto, en una primera etapa, de unos cinco años al menos, debería facilitarse esta tarea a todos los docentes en servicio. De esa forma, se capacitarán en la escuela y con sus pares al mismo tiempo que desarrollan un renovado proceso de enseñanza. En paralelo, es urgente comenzar a mejorar y enriquecer la formación de los futuros docentes renovando a las actuales instituciones formadoras, ajustando su número a las necesidades de las escuelas, y estableciendo un sistema de control de calidad periódico de los mismos, tal como lo estipula la ley nacional de educación.
Comenzar ya a mejorar la educación no implicará en esta primera etapa más recursos financieros. Solo dejar de gastar mal y destinar la mayor parte a las escuelas para facilitar la tarea de los docentes. Para dejar de “gastar mal”, la política debe asumir que cuando gobierna, el Estado no es para la militancia y los amigos, sino para asegurar que personas bien formadas para cada sector estén a cargo de la gestión pública.
“Según un estudio del BID (Mejor gasto para mejores vidas, 2018), el Estado argentino es el más ineficiente de América Latina. Esa ineficiencia cuesta el 7,2% del PBI, y financiarla llevó a aumentar los impuestos un 25%. Esta enorme pérdida de productividad y competitividad impacta negativamente sobre toda la sociedad dificultando el crecimiento y la mejora del bienestar, sobre todo, de los más postergados” (Jorge Remes Lenicov).
Un camino estratégico y deseable sería entonces comenzar la reforma del Estado pendiente por el sector educación, que es el de mayor volumen. La reforma en este sector debe asegurar que se generen las capacidades políticas y tecnológicas simplemente para cumplir con la ley.
Si aseguramos que por el sistema educativo circulen conocimientos vinculados al saber científico y a sus modos de investigar y comprender los problemas del mundo, podremos pensar que a futuro contaremos con una economía basada en el conocimiento por efecto del alto porcentaje de jóvenes bien formados.
Exministra de Educación, Ciencia y Tecnología