Educación: ejercicio para pensar el futuro sin escuelas
En esta nota escrita desde un mañana de fantasía, se dibujan nuevos debates educativos
Después de siglos de vigencia y dominio sobre la sociedad y la cultura, esta tarde se cierra la última escuela. En el torbellino de cambios constantes, violentos e irreversibles, es imposible determinar con exactitud cuándo fue que algo empezó. Sin embargo, éste es un caso diferente. Hace ya muchísimos años, el 22 de agosto de 2016, la ministra de Educación de Nueva Zelanda, Hekia Parata, presentó un proyecto de ley que contenía la fórmula de una transformación que cambiaría para siempre el paisaje de la educación.
Se trataba del ya famoso proyecto COOL (por sus iniciales en inglés: Comunities of Online Learning): todos los estudiantes neozelandeses desde el jardín de infantes hasta el último año de la secundaria podrían cursar sus estudios mediante la modalidad online, sin obligación de asistir a un establecimiento. La oferta educativa quedó a cargo de operadores privados certificados por el gobierno, dado que el financiamiento corría por cuenta del Estado: las familias podían elegir enviar a sus hijos a una escuela o educarlos online.
Desde sus inicios, esta educación online no fue exclusivamente a distancia. De hecho, los alumnos son hoy convocados para concurrir a museos, muestras, actividades lúdicas, deportivas y artísticas y pueden asistir, si es su voluntad, a espacios físicos en los que se encuentran con otros chicos y otros adultos para preguntar, investigar, cooperar en sus tareas o simplemente para conversar y jugar. Los edificios escolares abandonados cumplen ahora esa función.
Los historiadores no se han puesto de acuerdo respecto de si la ministra Parata tenía en ese momento plena conciencia de la proyección de su propuesta. Revisando las declaraciones mediáticas y el debate parlamentario de 2016 y 2017, es posible inferir que el rechazo al proyecto por parte de la oposición política y de los sindicatos docentes lejos estaba de comprender la naturaleza revolucionaria de lo que sucedía: se oponían a "la privatización de la educación" y a "la precarización del trabajo docente", pero no avizoraron la posterior desescolarización de la sociedad.
En 2020, algunos pretendieron mostrar que la educación online tenían malos resultados en términos de calidad educativa. Recordemos que en las primeras décadas del siglo XXI la educación se evaluaba por lo que se denominaba "calidad", sumando las respuestas satisfactorias en pruebas estandarizadas de algunas áreas del conocimiento (usualmente matemáticas, lectura y ciencias), lo que permitía a los economistas de entonces correlacionar los resultados acumulados por cada individuo con las variables que mejor lo explicasen estadísticamente. Los historiadores han demostrado que el foco puesto en estas funciones de producción educacionales fue determinante para limitar la capacidad de comprensión del cambio que nacía.
Es cierto que antes del fin de las escuelas hubo varios intentos de educación mediante computadoras y redes. Ya desde la popularización de Internet en el final del siglo XX, universidades "virtuales" brindaban cursos de graduación usando el correo electrónico y algunos pocos recursos más. Otras ofrecían videos con clases grabadas (los MOOC) y encuentros a distancia entre profesores y alumnos. Pero la gran mayoría de los estudiantes continuaba asistiendo a edificios en los que se sentaban para aprender. En las escuelas primarias y secundarias los intentos de educación online eran inusuales y el prestigio social y la legitimidad pedagógica los daba el sentarse en escuelas durante horas y horas.
A partir de 2017, las familias comenzaron a inscribir a sus hijos en educación online en Nueva Zelanda y luego en otros países. Los pioneros fueron muy criticados por el establishment educativo, pero de a poco los sectores sociales de mayores recursos comprendieron las oportunidades que se abrían: los horarios se hacían más flexibles y lo importante eran los conocimientos y habilidades que se aprendían mientras que la disciplina, la obediencia, el orden, los tiempos rígidos y el permanecer sentado un día entero en un edificio cerrado comenzaban a ser marcas de obsolescencia. Las evaluaciones estandarizadas y masivas paulatinamente se discontinuaron.
Así fue como se abrió el mercado secundario del tiempo libre: las familias más pudientes comenzaron a contratar personal especializado para supervisar el tiempo de los hijos y el Estado se vio cruzado por demandas sociales de ofrecer también gratuitamente estas posibilidades. Fue el momento en que los más pobres también optaron por la educación online: podían incorporarse al mercado de trabajo mucho antes que con la escuela tradicional.
Dos imaginarios en pugna
La lenta desaparición de las escuelas generó un debate sin precedentes en torno a las tecnologías que las sustituirían. La cuestión en debate era hasta dónde debían llegar las computadoras en la educación. Pansophianos y transhumanistas se perfilaron como los grupos antagónicos.
El nuevo mundo sin escuelas mostró a las grandes empresas de contenidos, software y redes posibilidades ilimitadas de nuevos negocios. Si las computadoras online suplantan a las instituciones escolares, los límites entre en el cuerpo humano y la tecnología se acortan brutalmente: ¿por qué no avanzar un paso más e instalar la computadora en el propio cuerpo?
Este enfoque -el transhumanismo- reclamaba descartar toda mediación cuerpo-máquina. Los avances en neurociencias fueron mostrando la viabilidad de implantar chips de alimentación y control del cerebro (tDCS por su sigla en inglés: transcranial Direct Current Stimulation) y desde 2027 varios países ya lo han aceptado legalmente. Las empresas de redes y buscadores implantan gratuitamente chips. Las actualizaciones y el paquete premium, que son pagos, no son accesibles para todos.
Algunos países permiten a los transhumanistas montar una política eugenésica: mediante el neuro-screening fetal obligatorio (OFNS, por su sigla en inglés: Obligatory Fetal Neuro-screening), el Estado realiza un análisis que permite identificar a los mejores individuos según su perfil de aprendizaje con el fin de brindarles los mejores incentivos educacionales. El debate sobre el destino de los genéticamente menos aptos sigue sin cerrarse.
Los pansophianos, por el contrario, se oponen a la ambición transhumanista. Han mostrado que la tensión entre autonomía y disciplinamiento social no concluyó con la desaparición de las escuelas: las tecnologías escolares del siglo XVII fueron reemplazadas por las del siglo XXI, pero la idea de un rebaño guiado por un pastor no ha desaparecido. Los pansophianos denuncian que los transhumanistas han encontrado en injertos cyborg y en el screening fetal nuevas formas de perpetuar el vínculo de autoridad, jerarquía y sujeción que antes ya existía.
Los pansophianos no se oponen a los nuevos instrumentos, aunque advierten acerca de la matriz autoritaria y jerárquica que anida en el enfoque transhumanista. Sin ser un movimiento compacto, desarrollan formas diversas de acción para que todo el saber sea accesible a todos, rechazando restricciones jerárquicas, económicas o eugenésicas. En los países donde son más influyentes, los centros pansophianos tienden a utilizar redes y software en contextos de interacción personal, y la implantación en el cuerpo sólo es admisible si se garantiza el principio de autonomía personal y de igualdad de oportunidades.
Las escuelas fueron el ámbito privilegiado de transmisión de conocimientos durante unos tres siglos, lo que representa apenas el 0,2% del tiempo de la existencia del homo sapiens. Sus contemporáneos las creían eternas.
El autor es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella y miembro de Pansophia Project