Los humanos, ¿somos máquinas de escribir o procesadores de texto?
Desde la escritura hasta la era de la imprenta o el presente de redes y datos: dilemas y límites entre la memoria colectiva y las tecnologías de la información
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Días atrás, una investigadora danesa publicó una nota en The New York Times: experta en datos y políticas de digitalización, se sumergió en los salones donde se preserva (con grandes servidores y refrigeración mediante bulliciosos ventiladores), en San Francisco, el Internet Archive. Su preocupación es la gestión y mantenimiento de esa memoria colectiva, la más abarcativa.
Pero el debate, académico, filosófico, excede a esos archivos digitales: ¿cómo preservar la inabarcable cantidad de información que producimos? ¿Cuál es la ecología deseable de esa memoria digital necesariamente selectiva? ¿Cuál es la gestión óptima de esos recursos?, se pregunta Nanna Bonde Thylstrup, autora de un libro para el MIT sobre el asunto. Regulaciones, corporaciones, entidades sin fines de lucro, autoridades gubernamentales trenzan sus intereses con la obsolescencia del hardware, los “hipervínculos” que se rompen (links) y la prometedora irrupción de la criptografía.
Desde el momento en que hemos depositado o transferido nuestra memoria a los kilobytes digitales el asunto no ha hecho más que agravarse. Se trata, casi, de un retorno a las antiguas y precarias tablas de arcilla sobre las que los antropólogos construyen las teorías que dan origen a la Historia: la palabra escrita.
“Más que cualquier invención, la escritura ha transformado la conciencia humana”, dice Walter Ong, en su obra seminal Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra. La historia de la escritura es, en efecto, un elemento tan poderoso que la propia Historia, como relato y disciplina narrativa, existe desde aquella.
Aun con fecha imprecisa –es difícil poner un hecho concreto, y datarlo, por tratarse de un proceso–, se persiguen los antecedentes de esa iniciativa fundante y conmovedora. Todos esos “glifos artificiales garabateados sobre la superficie de objetos se introducen en la mente de forma imprevista”, nos dice Erik Davis en su libro Tecgnosis. Y cita a David Abram: “Es una forma de animismo que damos por sentada, pero no deja de ser animismo”. Una magia de los sentidos.
No casualmente, tanto Thylstrup como Davis, llegan a Platón y su texto Fedro, sobre la escritura. Escéptico, formado en las primeras generaciones que aprendieron a leer de manera sistemática, consideraba al alfabeto como un fascinante pero traicionero juego de abstracciones. “Las personas se tendrán por sabias aunque no serán más que ignorantes”, nos dice Platón que Sócrates, oralmente, le enseñó.
Mientras la memoria y el archivo digital generan nuevas preguntas, el asunto del registro escrito vive su propia etapa de mitología.
Jeff Jarvis, uno de los primeros y más dedicados analistas del paradigma de producción informativa digital, publicó esta misma semana El paréntesis Gutenberg. Su tesis sostiene que la era impresa fue (en pasado) una gran excepción en el curso de la historia y busca profundizar en qué podemos aprender de esa etapa mientras nos adentramos en una era de redes, datos y máquinas inteligentes.
En su recorrido desde el 1400 retrocede a esos días y a un proceso largo: nos tomamos 50 años hasta encontrar la forma de un libro (título, páginas numeradas) y otros cien hasta darle forma a las novelas (Cervantes) o las obras de teatro (Shakespeare) y, poco después, los diarios. A pocos kilómetros de donde trabajó Gutenberg, este viernes se editó el último ejemplar impreso del Wiener Zeitung, un diario creado en 1703.
También la escritura mecánica, y sobre todo, el impacto de ese artefacto llamado “máquina de escribir” recibe un merecido homenaje editorial. En un libro que repasa su invención y sus aportes, Martyn Lyons profundiza en la estrecha relación entre la dactilografía y la creación, desde sus inicios industriales en 1880 hasta la llegada de las computadoras personales, un siglo después. Todo el recorrido desde la Antigüedad a hoy parece conducirnos también hasta una pregunta: ¿somos los humanos máquinas de escribir o procesadores de texto con escasa memoria?