Ecología y alimentación: la lucha contra el cambio climático pasa por el paladar
El aumento de la población obligará a cambiar radicalmente los hábitos alimentarios para sobrevivir; el gran dilema del futuro residirá en seguir saciando nuestra hambre contaminando menos
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El hambre, ya se sabe, tiene cara de hereje. La guerra de Ucrania aceleró el riesgo de hambruna que azota en forma periódica a las poblaciones más pobres del planeta, pero el aumento de la población mundial –que pasará de 7800 millones de habitantes en la actualidad a 10.000 millones en 2050– obligará a los humanos a modificar radicalmente sus hábitos alimentarios para sobrevivir.
Responder a esa urgencia implicará modificar las prácticas de nutrición. Ese imperativo será uno de los mayores desafíos que deberá resolver la humanidad para subsistir.
El actual modelo, que mantiene al mundo al borde del abismo nutricional desde hace siglos, es insostenible. Por un lado, el rápido agotamiento de recursos naturales impedirá enfrentar el crecimiento demográfico y, al mismo tiempo, la emergencia ecológica obligará a adoptar drásticas alternativas para reemplazar la industria agroalimentaria, responsable de 30% de las emisiones de efecto invernadero y de 70% del consumo de agua potable. “El gran dilema del futuro residirá en seguir saciando nuestra hambre contaminando menos”, explica el finlandés Pekka Pesonen, secretario general de las asociaciones de cooperativas agrícolas europeas Copa y Cogeca.
Desde hace años, el GIEC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre la Evolución del Clima) exhorta a adoptar un régimen alimentario flexitariano, que consiste en reemplazar el consumo de proteínas animales por proteínas vegetales. En la práctica, significa reducir un 70% el consumo de carne y un 50% el consumo de huevos y de leche. Esas recomendaciones, pensadas con mentalidad del siglo XX, son claramente insuficientes para hacer frente a las nuevas exigencias de la realidad del nuevo mundo.
Los investigadores calculan que los platos de nuestro futuro deberán contener como máximo 55 gramos diarios de carne (contra 185 en la actualidad) o una cantidad equivalente de pescados y crustáceos de acuicultura. Esa reducción se equilibrará con un mayor consumo de frutas, legumbres y granos: dos tercios de los aportes proteínicos provendrán de los vegetales. Si los consumidores adoptan esos hábitos de alimentación, estiman los científicos, para 2050 será posible reducir en 56% las emisiones de efecto invernadero.
El objetivo final de esa auténtica revolución antropológica es avanzar en forma progresiva, pero rápida, hacia una alimentación menos contaminante, más sana y nutritiva, y que no represente una amenaza para nuestros ecosistemas.
Por lo menos tres grandes empresas –Beyond Meat, Memphis Meats e Impossible Foods– lanzaron hace tiempo una serie de experiencias para responder a la principal preocupación de los científicos de garantizar el reemplazo de proteínas animales con una carne “artificial” capaz de reproducir el gusto, el olor y la textura de un bife de costilla. La apuesta de los dietólogos y científicos que participan en los diversos proyectos consiste en evitar un cambio radical y encontrar alternativas aceptables para los fanáticos del consumo de carne animal.
Otros laboratorios trabajan en la creación de pescados y crustáceos de síntesis a base de plantas. Existen experiencias positivas con la reproducción artificial de la carne de atún, especie fuertemente amenazada por la pesca industrial. La startup Amini propone desde hace años en los supermercados norteamericanos una alternativa al atún. Los resultados de esas experiencias parecen ser atractivos, pues desde hace algunos años cuentan con subvenciones de inversores sensibles a los temas ecológicos, como Bill Gates o Tyson Foods.
Un interés similar presentan los huevos fabricados a partir de fibras artificiales, que comienzan a imponerse como alternativa para reemplazar la producción de criaderos industriales. El desafío es crucial porque el huevo es la proteína más consumida en el mundo y en muchos países representa el principal aporte nutritivo de la población, sobre todo para los niños en edad escolar. Otra alternativa, igualmente audaz, son los alimentos idénticos a las comidas tradicionales, recreados a partir de pastas reconstituidas en laboratorio y presentadas al consumo por impresoras 3D capaces de reproducir el color, el gusto y la textura de la carne, las pastas o el chocolate con sus mismas cualidades nutricionales. La NASA financia desde 2006 estudios destinados a componer menús completos para los astronautas que deben viajar al espacio o se preparan a pasar largas temporadas en la Luna. La startup BeeHex propone pizzas en 3D que solo necesitan un golpe de horno.
Ahora que los consumidores más reticentes han comenzado a acostumbrarse a los steaks y hamburguesas de soja, las empresas norteamericanas Meati Foods, Nature’s Fynd y MyForest Foods dieron un paso decisivo al proponer diversas imitaciones de carne a base de micelio, ese conjunto de hifas subterráneas que forman la parte vegetativa de un hongo. Sus aplicaciones estaban limitadas, hasta ahora, a fabricar embalajes biodegradables y cuero artificial. Para desarrollarse, esa variedad de hongos no necesita agua, ni aire, ni luz, ni azúcares y –detalle importante– deja una huella ecológica ínfima. Respetando ciertas condiciones de humedad y temperatura, permite obtener una materia orgánica rica en proteínas para la alimentación humana. Otra ventaja es que su masa útil, es decir, la red de filamentos bajo tierra, se duplica cada dos horas. “Nuestro laboratorio produce el equivalente de una vaca cada noche: varios centenares de kilos de una fibra que tiene el gusto y la textura de la carne”, se entusiasma el fundador de Meati, Tyler Huggins.
Nada de eso, sin embargo, alcanzará para resolver los problemas ecológicos y alimentarios que planteará el desarrollo demográfico en los próximos años si el mundo no adopta alternativas verdaderamente intrépidas. La mayor dificultad que plantearán al principio algunas transiciones experimentales consistirá en acostumbrar el paladar y superar el prejuicio de repulsión que suscitan algunas opciones de esa evolución, como la entomofagia (consumo de insectos). Los colombianos saben apreciar algunas delicias culinarias, como las hormigas culonas de Santander, consideradas el caviar de los insectos. Pero en el resto de América y Europa fruncen la nariz cuando descubren esos bichos en el plato. En el mundo existen 2000 millones de personas que comen esos artrópodos: asiáticos y africanos aprecian los grillos fritos, gorgojos, arañas y cigarras que proponen algunos restaurantes y negocios especializados. “Criar grillos respeta el medio ambiente, requiere muy poca tierra y agua, son baratos de producir y tienen un valor nutritivo que rivaliza con el aporte proteínico de la carne o el pescado”, asegura Takahito Watanabe, profesor de desarrollo biológico de la Universidad de Tokushima. Una reciente investigación le permitió confirmar que los grillos tienen alto contenido de calcio, magnesio, zinc, hierro, vitaminas y fibra dietética. Además, pueden ser procesados en fertilizantes, productos farmacéuticos, aceites y polvos fáciles de usar para cocinar comidas equilibradas y saludables.
Desde 2014 la FAO incita a consumir insectos como método más eficaz para luchar contra el hambre. Para vencer las resistencias, los expertos aconsejan transformarlos en steaks mixtos de insectos y vegetales, más aceptables que otras formas de sustitución. Pero la verdadera transición alimentaria, según los expertos, no podrá comenzar hasta que no se sientan realmente los rigores de una verdadera necesidad planetaria.