Dos visiones del derecho penal
El anteproyecto de Código Penal que recientemente presentó al Poder Ejecutivo la comisión integrada por el ex ministro de Justicia y Seguridad bonaerense Carlos Arslanian; los diputados Federico Pinedo y Ricardo Gil Lavedra , la ex diputada María Elena Barbagelata y el juez de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni tiene tres grandes méritos.
El primero es haber unificado la totalidad de la legislación penal hoy dispersa entre el Código Penal y las distintas leyes especiales. En segundo lugar, ha reordenado el texto legal, que había sufrido distintas reformas parciales que fueron modificando su contenido, coherencia y alcance. Estas dos cuestiones -por sí solas- ya captaron el interés de jueces, abogados y académicos.
Sin embargo, el mayor mérito del trabajo es haber instalado el debate público sobre la cuestión penal, su alcance y sus límites. Con otras palabras, invitarnos a reflexionar sobre cuál es el modelo de política criminal que elegimos, en la inteligencia que una reforma de semejante envergadura regirá la vida de los argentinos por varias generaciones. El Código Penal, de modo muy particular, define a una sociedad.
Si entendemos que la política criminal es la actuación de los órganos del Estado en la prevención de delitos, la sanción de un nuevo código penal no puede pasar inadvertida para la conciencia ciudadana. En este debate debemos evitar los etiquetamientos, tales como garantismo versus mano dura, que nos impiden discutir con profundidad las ideas de fondo que inspiran las distintas concepciones sobre el derecho penal.
Las posturas críticas del sistema penal lo consideran una herramienta del Estado que carece de legitimidad y que tiende a desbordarse. Parten de la idea de que el Estado necesita de los delincuentes y su castigo como medio de dominación, utilizando la pena como pretexto para mantener las estructuras de dominio y un control de los grupos de poder. De allí que la principal función de los jueces debe ser limitar sus alcances para contener el poder sancionatorio del Estado. Para esta concepción, la pena de prisión es fuertemente cuestionable.
Por otra parte, se encuentran quienes postulan una mayor intervención del sistema punitivo del Estado, cuya demanda principal en la lucha contra el delito pasa por aumentar las penas. La prisión es requerida como respuesta principal frente al delito. Desde esta posición suele reclamarse mano dura y tolerancia cero, y su límite extremo lo encontramos en aquellos sistemas que prevén la pena de muerte como respuesta última frente a los delitos más graves.
Ahora bien, si de modo honesto queremos alcanzar un sistema penal legítimo y razonable, debemos evitar cerrarnos en estas dos posiciones. De allí la necesidad de trabajar en la búsqueda de un equilibro razonable que permita construir un consenso político y social que escape a este dualismo, que presenta como dos realidades incompatibles e irreconciliables la prevención del delito, por un lado, y el respecto de los derechos del acusado, por el otro.
Debemos aceptar que el derecho penal implica necesariamente una tensión connatural entre seguridad y privación de derechos. Dicho de otro modo, el derecho penal se debate entre el interés general de la sociedad en que los delitos no queden impunes -bien común político- y el derecho del sometido a proceso a que se respeten todos sus derechos y garantías al momento de investigarlo, juzgarlo y mientras cumpla su condena. Desde esta perspectiva, si entendemos que la política criminal tiene su fundamento en estos principios superiores, será menos traumático encarar las decisiones que planteen los distintos problemas concretos.
En efecto, si partimos de la base que la sociabilidad es un valor esencial para la persona, el aseguramiento de las condiciones mínimas de orden, paz y tranquilidad en la vida comunitaria constituirá un principio esencial por preservar. También, si entendemos a la persona como portadora de una dignidad que se deriva de su propia condición humana como su atributo más específico, ninguna práctica de política criminal que pretenda ser legítima podrá neutralizarla. Por ejemplo, con fundamento en el principio de dignidad de la persona, nunca y bajo ningún concepto podría avalarse la pena de muerte ni la tortura.
Así, en cada caso concreto que plantea la respuesta del Estado frente a la comisión de un delito, estos dos principios generalmente entran en tensión sin que pueda afirmarse que uno tenga siempre validez sobre el otro. Se trata de resolver, en el caso concreto, qué principio prima para llegar a una solución racional y legítima. Veamos dos ejemplos de fácil comprensión.
En una investigación judicial, el juez de la causa puede ordenar la intervención de las comunicaciones telefónicas de los presuntos miembros de una organización criminal con la finalidad de recopilar información y detener a sus integrantes. Aquí, si bien existe una intromisión sobre la privacidad de los investigados, tiene mayor peso el principio de seguridad ciudadana que pretende la sanción de este tipo de comportamientos.
Para averiguar si un acusado de falsificar un documento es responsable de ese hecho, el juez puede pedirle que estampe su firma varias veces en una hoja para luego hacerlo examinar por especialistas. Si el imputado se niega, el principio de dignidad de la persona impide que sea obligado bajo coacción o amenazas. Tampoco se admite que el Estado recurra a prueba obtenida de modo ilegal para inculpar al acusado, aunque éste efectivamente haya sido el autor del delito. Aquí se aprecia la preponderancia del principio de dignidad sobre el de seguridad.
Este modo de entender la problemática penal nos permitirá dos cuestiones esenciales si actuamos de buena fe. La primera será evitar el ataque personal y el etiquetamiento de quien piensa distinto y empezar a discutir ideas. La segunda será comenzar a construir consensos sobre qué principio tendrá mayor peso en los distintos problemas que plantea el derecho penal en nuestra sociedad. A partir de allí, podremos discutir las distintas innovaciones que trae el anteproyecto del Código Penal para poder decidir si se trata del modelo que como sociedad políticamente organizada queremos adoptar, y si éste es el momento oportuno para su implementación.
Es en este contexto que pueden abordarse los principales temas de interés público que la reforma penal ofrece: 1) el retroceso de la pena de prisión como respuesta principal frente al delito; 2) la incorporación de penas alternativas y la facultad del juez de sustituir la cárcel por aquéllas; 3) la eliminación de la reincidencia como agravante para la determinación de la pena; 4) la supresión de la peligrosidad como parámetro para graduar la sanción; 5) la disminución de las escalas penales en sus mínimos en algunos delitos; y 6) dos cuestiones teóricas cruciales, tales como la limitación del delito doloso con exclusión del dolo eventual y la supresión de los delitos de peligro abstracto. Estos puntos también deberían ser analizados a partir de su incidencia sobre el sistema de administración de justicia, en cuyo ámbito aparecerá, sin dudas, el debate sobre la condición de ley penal más benigna de la iniciativa comentada. © LA NACION
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