Dos siglos en tensión: se ensancha la brecha entre generaciones
Habrá un futuro en el que todos serán nativos de la era digital, pero hoy atravesamos una transición que, inevitablemente, deriva en desencuentros y desconfianzas intergeneracionales
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Los hijos del siglo XXI acaban de cumplir la mayoría de edad. Puede parecer un dato apenas cronológico, pero representa un inmenso desafío en la convivencia social, política y cultural. Significa que el mundo familiar, laboral y educativo cabalga entre dos siglos. No son dos generaciones: son dos culturas, dos lenguajes y dos mundos muy diferentes, a tal punto que a los padres cada vez les cuesta más entender muchos fenómenos que son absolutamente naturales para sus hijos.
La revolución tecnológica ha creado nuevos moldes. Transformó la cultura del trabajo y del entretenimiento, pero también las formas de relación social, de comunicación y de participación ciudadana. Ha creado una economía digital que a los nativos del siglo XX muchas veces les cuesta descifrar. Esto ha hecho que, por primera vez, los padres tengan tanto que aprender de los hijos como los hijos de los padres. La distancia generacional hace crujir muchas estructuras tradicionales y ensancha brechas culturales en distintos ámbitos de la convivencia social.
Cuando padres e hijos eran nativos de un mismo siglo, había un mundo compartido que entendían unos y otros. Podían tener distintas actitudes, opiniones y perspectivas sobre ese mundo, pero todos sabían de qué hablaban. Los Beatles podían ser unos genios increíbles o simples “pelilargos” (según se juzgaran desde una u otra perspectiva generacional), pero padres e hijos sabían quiénes eran, qué música hacían, cómo habían surgido. Hoy, los hijos siguen a estrellas de TikTok que los padres ni siquiera oyeron nombrar. Muchas celebridades nacen y “explotan” en las redes, sin haber pasado por los medios tradicionales. Los padres no llegan a conocerlas porque todavía escuchan radio y miran televisión sin saber, por ejemplo, que existe Twitch (una plataforma digital de contenidos audiovisuales). La multiplicación infinita de ofertas, plataformas y circuitos digitales hace que la cultura se atomice y cada vez se reduzca más el mundo compartido entre padres e hijos y entre nietos y abuelos. Ya no se trata de una tensión cultural entre distintas generaciones, sino de galaxias cada vez más desconectadas.
Es muy frecuente que a los padres les cueste, incluso, entender algunos trabajos que hacen los jóvenes. Hoy muchos ganan dinero con contenidos propios que suben a las redes: son influencers o streamers. Otros se mueven con naturalidad en el mundo financiero de las criptomonedas o el criptoarte. Una inmensa cantidad está metida en la industria de los e-sports (deportes electrónicos) y del gaming, que para sorpresa de los padres ya superó a las industrias del cine y la televisión. Los desarrolladores o “testers” de videojuegos pueden ganar mucha plata sin moverse de su habitación. Tiende a diluirse la frontera entre hobby y profesión. Ibai Llanos es un nombre que a muchos padres quizá no les diga nada: con poco más de 20 años revolucionó la industria audiovisual con contenidos producidos desde su casa.
Hasta la década de los 90, en las familias había tironeos por el control remoto o por el uso del teléfono de línea. Hoy los hijos les han regalado el televisor a los padres y el teléfono hogareño es un aparato en desuso. Hubo una época en la que los jóvenes de clase media peleaban por usar el auto; hoy viajan en Cabify. Al teléfono le ha quedado ese nombre, pero es un dispositivo multiplataforma que se usa para todo menos para hacer o recibir llamadas. Los jóvenes piden la comida por una app; hacen la compra del súper por Amazon; pagan a través de billeteras electrónicas; escuchan música por Spotify y consumen productos de marcas que los padres no conocen, sin pisar nunca un negocio. Tienen otra cabeza, conciben el tiempo de otra manera, tienen una noción diferente sobre los procesos que implican las cosas. Conviven con los algoritmos y habitan un mundo digital en el que las fronteras tienden a desdibujarse. Tienen también otra forma de tramitar los conflictos y una sensibilidad distinta para enfrentar el mundo.
Antes los hijos podían “elegir” parecerse o no a los padres, tal vez porque las revoluciones eran culturales: la posguerra y el rock como vehículo de la rebeldía juvenil en los 50; el pacifismo, el movimiento hippie, la liberación sexual y las revueltas estudiantiles en los 60; las utopías emancipadoras más o menos violentas surgidas del poscolonialismo en los 70. Los jóvenes se podían subir a la ola del momento, abrazar la nueva moral y las nuevas ideas o, por el contrario, mantenerse alejados de la moda y continuar la tradición, aunque con las novedades propias de un tiempo diferente. Pero la de este siglo no ha sido una revolución cultural, sino tecnológica: la Cuarta Revolución Industrial ha modificado de raíz la estructura de la vida cotidiana. Uno puede no abrazar ideas o tendencias que se ponen de moda en determinado momento, pero no puede ponerse al margen de una transformación estructural en las formas de estudiar, trabajar o convivir en sociedad. Tal vez, aunque quisieran, hoy los hijos no podrían “parecerse” a sus padres, al menos en el modo de hacer las cosas.
Habrá un futuro en el que todos serán nativos de la era digital, pero hoy atravesamos una transición que, inevitablemente, deriva en tensiones, desencuentros y desconfianzas intergeneracionales. Esos contrastes se viven desde hace años en los hogares, pero los hijos del siglo XXI ahora ya son profesionales y empiezan a ocupar posiciones de liderazgo. La tensión excede, entonces, el ámbito de la familia y de la escuela para jugarse también en otros campos.
Tender puentes entre un siglo y otro es, tal vez, uno de los grandes desafíos de este tiempo. Está claro que la generación del 1900 tiene mucho que aprender de la de los años 2000. Pero ¿los millennials no tienen nada que aprender de la generación anterior? Es una pregunta que bien valdría conversaciones de fondo en las familias, pero también en las empresas, la política, las organizaciones de la sociedad civil y en el sistema educativo. La combinación de ambos mundos y ambas culturas podría ser enriquecedora. Por el contrario, la descalificación recíproca podría ser generadora de conflictos que condicionen la convivencia.
La política tiene mucho que aprender del “nuevo mundo” (sobre todo en materia de transparencia, de horizontalidad y de sensibilidad frente a determinados temas), pero ¿no hay un legado vigente de muchos líderes que forjaron la paz, la libertad y el progreso en el siglo XX? ¿No deberíamos rescatar el coraje, la visión, la honradez y la vocación de servicio que exhibieron aquellos dirigentes? ¿No deberíamos reivindicar las viejas pero nobles herramientas con las que nuestros abuelos inmigrantes levantaron un país?
Los relevos generacionales siempre suponen tensiones, y no está mal que así sea. Hoy el desafío es mayor, porque es más grande la distancia entre esos mundos que pertenecen a siglos distintos. Tal vez el desafío sea combinar las criptomonedas (emblema de esta era) con el valor del ahorro (virtud del siglo anterior). O conjugar la flexibilidad y la creatividad de los streamers (siglo XXI) con la responsabilidad y el tesón de los artesanos y profesionales del siglo pasado. Quizá se trate de asimilar y potenciar la nueva cultura tecnológica sin despreciar esas viejas herramientas con las que se construyó el gran progreso del siglo XX. La educación tiene que meterse cada vez más en las pantallas, pero sin despreciar esa docencia artesanal que forjó una escuela de excelencia.
La fórmula –si hubiera alguna– seguramente está en la combinación de ambos siglos y en un diálogo constructivo entre dos mundos diferentes. La oficina podrá cambiar por el streaming, como el carruaje cambió por el automóvil. ¿Sabremos, en esa revolución, reconocer los valores y las herramientas perdurables?