Dos siglos de desencuentros
Lo que puede suscitar, a veces, la más anodina de las frases.
Estaba mirando Al borde, la serie de Julie Delpy que puede verse actualmente por Netflix. Había avanzado unos pocos capítulos y ya me preguntaba si no era suficiente: esto de asistir a los encuentros de cuatro amigas que se quieren mucho, que son muy neuróticas –más bien viven al borde de un permanente ataque de nervios– y que cada tanto lanzan algún comentario irónico sobre los locos tiempos que toca vivir, ya me resultaba, de Sex and the city hasta acá, demasiado conocido. La novedad de que las protagonistas fueran mujeres en derredor de los cincuenta años me parecía interesante, pero no lo suficiente como para sacudir la modorra que la serie –incluso con la querida Julie interpretando a una chef francesa instalada en Los Ángeles– me generaba. Hasta que la actriz Alexia Landeau, en la piel de Ell, una caótica madre soltera, pronunció la frase. Con tono resignado, les comenta a sus amigas que los hombres siempre fueron el eje de su vida: que cada día de su existencia estuvo dedicado o bien a conseguir el amor de un varón, o bien a sacárselo de encima (por lo general al mismo sujeto, seis meses después de haber obtenido sus favores). La serie no me venía gustando, pero la confesión me causó gracia. Y decidí darles una oportunidad a sus atribuladas protagonistas.
Pero hubo algo más: la afirmación de Ell me hizo pensar en un libro que leí recientemente, escrito por una mujer no tan fácil de asociar con los personajes de Al borde.
Pensé en Lou Andreas-Salomé (San Petersburgo, 1861; Gotinga, 1937) y en Fenitschka y Un desvío, dos relatos que escribió a fines del siglo XIX, que la editorial Las Furias recientemente publicó en español, con traducción de Micaela Van Muylem.
Al menos para mí, durante años la bella Lou –nacida Luíza Gustávovna Salomé– tuvo el rostro de la actriz Dominique Sanda, quien la interpretó en Más allá del bien y del mal. En esa película, la directora italiana Liliana Cavani recreaba el tormentoso vínculo que unió a los filósofos Friedrich Nietzsche y Paul Rée con ese torbellino intelectual y erótico que seguramente fue Lou Andreas-Salomé.
Había que tener 17 años en el San Petersburgo de 1878, plantarse ante los padres y convencerlos de que, más que aprender a bordar, tocar el piano y quizás hablar alemán, lo que ella necesitaba era estudiar teología, filosofía, literatura.
Había que tener pocos años más, plantarse otra vez y lograr que la llevaran a Suiza, único país de habla germana donde las mujeres podían ingresar a una carrera universitaria. Y había que tener mucha audacia, capacidad y entereza para emprender la vida que llevó a partir de ese momento: un ejercicio concienzudo de autonomía en una época en que eso se pagaba muy caro si se portaba nombre de mujer.
Las protagonistas de Fenitschka y Un desvío son dignas álter ego de la escritora. Una de ellas estudiante, la otra artista plástica, aceptan el costo de sus elecciones en una Europa donde las mujeres que así lo hacían eran parte de una escandalosa excepción.
Pero, como la californiana y tan contemporánea Ell, ellas también hacen del lazo amoroso uno de los ejes de sus vidas. En ambos relatos –un despliegue de escritura decimonónica limpia, ágil, que se lee con absoluto placer desde este lado del tiempo– el gran conflicto de las heroínas tiene que ver con el amor.
Lou Andreas-Salomé participó del Círculo de Psicoanalistas de Viena, y se nota el influjo del psicoanálisis en estas dos breves obras ficcionales. Los mandatos sociales y la tiranía del deseo, sustancialmente irracional y no necesariamente benévolo, son las fuerzas entre las que se debaten sus protagonistas. Nada demasiado diferente de lo que nos acomete a nosotros, desprejuiciados habitantes de este siglo tan nuevo y tan viejo a la vez.