Dos días antes de las elecciones
La escena es harto conocida. El 28 de octubre de 1983, durante el acto de cierre de campaña para las elecciones que se celebrarían dos días después, marcando el retorno de la democracia tras siete años de dictadura, el entonces candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires por el Partido Justicialista (PJ) Herminio Iglesias quemó un ataúd ficticio con los colores y la sigla de la Unión Cívica Radical (UCR).
Para muchos analistas de ayer y de hoy, lo ocurrido aquella noche en las inmediaciones del Obelisco fue decisivo para el resultado de los comicios del 30 de octubre. En efecto, hay quienes, por acostumbramiento, recurren esa secuencia para justificar la victoria de Raúl Alfonsín sobre Ítalo Luder en la contienda presidencial.
Con el correr del tiempo, el accionar del dirigente peronista de Avellaneda se transformó en un argumento de simplificación política. Desde hace 38 años, cada vez que se intentan explicar las razones por las cuales el justicialismo pierde una elección se menciona, simbólicamente, “el cajón de Herminio”. Así entonces, todo acto repudiable que tenga como protagonistas a dirigentes, candidatos o militantes tiene asegurada su comparación inmediata.
Por repetición, caer en lugar común distorsiona el pasado y nubla el enfoque sobre el presente. Para evitar tal situación, resulta atinado mensurar los acontecimientos políticos como parte de un proceso social, por encima de la mera teatralización de gestos.
Desde una mirada retrospectiva, seguir considerando ese episodio calumnioso, sucedido menos de 48 horas antes de los comicios, un factor determinante en la derrota del PJ implica, en última instancia, restarle trascendencia al mensaje de los electores. Hay que decirlo con claridad: ningún candidato supera el 51% de los votos y vence a su contrincante por más de 1.700.000 sufragios únicamente por una imagen televisiva. En este punto, para dimensionar lo acontecido, quizá convenga recordar que Alfonsín comenzó a recorrer todo el país cuando todavía el poder de facto mantenía prohibidas las acciones proselitistas. Esa forma de hacer política y encarar la campaña fue reconocida por propios y ajenos.
Por estas horas, al otear la coyuntura, la ecuación se repite. En un contexto de extrema complejidad política y económica, no puede atribuirse a un hecho puntual, determinante, la eventual derrota del oficialismo en las elecciones legislativas del 14 de noviembre. Objetivamente, aun con los desvaríos discursivos de sus candidatos, las bravuconadas de ciertos ministros hoy de nuevo en el poder, la obscenidad financiera de la actual vicepresidenta y los casos de corrupción estelarizados por varios hombres y mujeres de sus filas, el kirchnerismo supo ganar elecciones con holgura. En este marco, entonces, tal vez haya que buscar en el cansancio moral que genera el gobierno nacional, el hartazgo ideológico de buena parte de la población y el recambio generacional de los habitantes las razones que, al menos en parte, definen el clima preelectoral.
Hay momentos en que la historia se vuelve un espejo. En 1983, la sociedad condenó en las urnas la violencia que expresaba el peronismo de los años 70, ya sea desde organizaciones armadas o fuerzas paraestatales. A su turno, si el resultado de las PASO del 12 de septiembre se confirma, el kirchnerismo habrá recibido el castigo más importante que se le pueda propinar a cualquier proyecto político: el rechazo democrático de la ciudadanía. Eso no se consigue dos días antes de las elecciones.
Lic. Comunicación Social (UNLP)