Dos coaliciones buscan dominar la política argentina
En el comienzo de este ciclo democrático, el sistema político estaba configurado en torno a dos partidos plurales y con fuerte despliegue territorial, la UCR y el PJ, que se alternaron en el manejo del poder durante dos décadas. En el ínterin, terceras fuerzas intentaron mediar en esa disputa. No tuvieron éxito, pero fueron claves en la ampliación de las respectivas coaliciones de gobierno. Francisco Manrique se incorporó al equipo de Alfonsín. La UCD fue aliada fundamental de Carlos Menem en términos ideológicos y de gestión. Domingo Cavallo intentó salvar con De la Rúa el régimen de convertibilidad que él mismo había implementado diez años antes. Justamente, la gran crisis de 2001 derivó en la extinción de ese bipartidismo imperfecto.
Entre 2003 y 2015, el kirchnerismo capitalizó el enorme vacío de poder generado por el default más grande de la historia financiera mundial para desplegar un proyecto personalista y predatorio. Groseros errores propios, límites impuestos por una parte de la sociedad y retazos del viejo orden partidario evitaron la consolidación de un sistema hegemónico con componentes populistas y autoritarios que rechazaba y buscaba cooptar o destruir esos vestigios del antiguo régimen partidario.
En 2015 se impuso una novel coalición que mezclaba parte de lo viejo (la UCR) con uno de sus principales desprendimientos (la CC-ARI), cementados por el liderazgo y la inteligencia electoral de Pro, única fuerza surgida del magma de aquella crisis que había logrado establecerse y perdurar en términos organizacionales y territoriales. Cambiemos nunca fue, como enfatizó hace pocos días Ernesto Sanz, uno de sus padres fundadores, una coalición de gobierno, sino solamente una exitosa coalición electoral que consagró un presidente que, equivocadamente, creyó que podía desarrollar un liderazgo a medida de sus deseos y prejuicios. Ese error, entre otros, explica que su gobierno haya fracasado en muchos aspectos, en particular en términos económicos. El giro pragmático que realizó Mauricio Macri al pactar con Miguel Pichetto constituye un demorado pero inusual gesto de autocrítica y, al mismo tiempo, una nueva oportunidad para competir por el poder. Si se analiza fríamente el boletín de calificaciones de Macri en estos casi cuatro años (crecimiento, inflación, pobreza, tipo de cambio, endeudamiento) es casi un milagro que todavía tenga chances de pugnar por su reelección.
Esto se explica no tanto (o no solo) por sus virtudes y los escasos logros obtenidos (resiliencia; el fundamental apoyo internacional; la devolución de recursos fiscales a las provincias, que fortaleció a los incumbentes, devenidos actores claves en términos de estabilidad política; moderación y rechazo de cualquier aventura que pusiera en riesgo la gobernabilidad), sino por la tardía pero clave aceptación por parte de Cristina Fernández de Kirchner de su propio fracaso. Luego de perder cuatro de las últimas cinco elecciones (2009, 2013, 2015 y 2017), la expresidente se resignó a abandonar, igual que Macri, su intención de armar un proyecto político a medida de sus prejuicios y obsesiones. En otras palabras, capituló ante la evidencia de que la única manera de retener alguna cuota de poder (esencial en su caso, por el drama personal y familiar que enfrenta por los juicios derivados de los escándalos de corrupción ocurridos durante sus mandatos y originados en el de su marido) era pactar con el viejo aparato partidario, al que no se privó de denostar durante su vida pública. Así, pasaron al olvido esos intentos de autonomía basados en el empoderamiento de actores sociales con recursos públicos como fue el caso de Unidos y Organizados: lejos del poder, es imposible disponer del dinero y de los mecanismos de movilización que solo el Estado puede proveer. Tampoco tuvo éxito Unidad Ciudadana, con la que apenas obtuvo la minoría cuando intentó recuperar la provincia de Buenos Aires en 2017. Uno de los principales críticos de esos intentos de radicalización y ruptura con la tradición peronista es hoy su compañero de fórmula. Alberto Fernández se fue de su gobierno luego de la disputa con el campo: primera revuelta fiscal en la historia argentina, punto de partida de la denominada grieta y principal conflicto simbólico, político y cultural que dividió a nuestra sociedad por más de una década.
Curiosa y paradójicamente, los actores y voceros que más claramente intentaron capitalizar el hastío de buena parte de nuestro tejido social con esa deletérea dinámica de confrontación interna, propugnando el fin de la grieta y la imperiosa necesidad de establecer una nueva cultura de diálogo y consenso, tratan ahora de sobrevivir al giro pragmático operado por las dos principales coaliciones. El binomio Lavagna-Urtubey pretende mantener viva la llama de la tercera vía, un espacio debilitado con el acuerdo Macri-Pichetto y con el demorado retorno de Massa al PJ. El eventual resultado de dicho esfuerzo constituye uno de los principales enigmas del actual proceso electoral. Cualquiera que sea su destino, es indudable que la contribución realizada en términos de valorización de la moderación, el consenso y la cultura de diálogo es inconmensurable.
La Argentina podría estar encaminándose a rearticular un sistema imperfecto con dos fuerzas dominantes. Ya no partidos, sino coaliciones amplias y diversas que, como ha ocurrido en Chile en las últimas tres décadas, le pueden dar estabilidad, previsibilidad y relativa certidumbre a un sistema político que durante demasiado tiempo se reveló errático, disfuncional e incapaz de resolver las demandas más elementales de la ciudadanía. Esta potencial reconfiguración estaría en estado embrionario -y es probable que veamos cómo germina y, con suerte, se consolida durante y después del proceso electoral que se aproxima-, pero podría cristalizarse en un formato imaginado hace tiempo por Torcuato Di Tella: dos amplías coaliciones de centroderecha y de centroizquierda dominando la competencia por el poder. Las viejas identidades partidarias (peronismo y radicalismo) podrían sobrevivir entremezcladas (y alcanzando acuerdos) con otras fuerzas e identidades, sin las cuales se verían impedidas de lograr las mayorías necesarias. Como ocurre actualmente en España: solos ni el PSOE y ni el PP, erosionados por años de gestión y no pocos escándalos, pueden conformar las mayorías necesarias para formar gobierno. Pero sin ellos, no hay construcción de poder posible.
Ese esquema emergente permitiría encarar con mejores perspectivas una agenda de reformas ambiciosa, imprescindible para sacar al país de la larga decadencia en la que está envuelto hace décadas. Tal vez esta hipótesis sea demasiado optimista. Pero puede que seamos testigos y protagonistas de una nueva y fantástica oportunidad que, sin darnos cuenta ni haber hecho demasiado para tenerla, nos permita encarar un desafío trascendente y transformacional de lo que este proceso electoral caótico y caprichoso parecía prometer hasta hace poco.