Dos autoritarismos con marcadas similitudes
Cuando Thomas Carlyle desarrolló su teoría del “grande hombre” providencial, no tuvo en cuenta ideologías de derecha o izquierda. Y hacía bien, porque los autoritarismos son tales más allá de que se disfracen con El capital o La riqueza de las naciones. La Argentina es el mejor ejemplo: después de veinte años de uno volcado a la siniestra, se insinúa otro que puso el guiño a la diestra, con marcadas similitudes mesiánicas.
Mucho pasó desde aquel “solo le temo un poquito a Dios” y “vamos por todo” hasta este “viva la libertad carajo” y “que se vayan todos”. Son eslóganes que reflejan más que un pensamiento: son un llamado a la acción. Y no hay que olvidar que los políticos no mienten en sus discursos; en todo caso hay una tendencia a tergiversar desde lo que uno quiere ver y niega, lo que convierte las bromas en tragedias.
Por eso conviene detenerse en la novedad, para entender la dimensión de lo que anuncia. El liberalismo evolucionó (y mucho) desde que el marqués de Argenson citó en 1742: “Laissez faire” (dejad hacer), la respuesta de un comerciante al ministro Colbert cuando indagó de lo que podía hacer por ellos. El giro más importante ocurrió de la mano de los “ordoliberales” alemanes, que en respuesta al nazismo relanzaron el ideario, basándose en Husserl y Weber. Condensaron por primera vez su pensamiento en 1938, en lo que se conoció como “Coloquio Walter Lippman”, donde nace el liberalismo social o neoliberalismo; allí estuvieron Eucken, Böhm, Röpke; también Hayek y Von Mises, que migrarían con la novedad a Estados Unidos.
Partían de la paradoja del liberalismo: producir la libertad significa, al mismo tiempo, que se establezcan limitaciones para que sea posible. Eso es lo que dio lugar al Estado de Derecho o imperio de la ley (rechsstaat o rule of law), que se define por oposición a dos cosas: el despotismo, que identifica el poder público con la voluntad del soberano, y el Estado de policía, versión propia de los autoritarismos del siglo XX. Ambos tienen un objetivo común: la toma del Estado y la disolución paulatina del Estado de Derecho. La secuencia es siempre la misma: con el argumento de la legitimidad, el Estado pierde jerarquía jurídica, reemplazada por la voluntad del pueblo; en simultáneo, el Estado es descalificado por dentro, tomado por una supuesta elite sujeta a un “principio de conducción” del líder. Ya lo vimos, desde La Cámpora hasta la “democratización de la Justicia”.
Volvamos a la Argentina 2023: eliminar el Banco Central o ignorar el artículo 14 bis es inconstitucional; dolarizar es ilegal; propiciar la venta de órganos y de armas a mansalva, también. Decir que se puede gobernar sin Congreso y a golpe de plebiscitos y DNU recuerda a Collor y Fujimori; simplemente no se puede, salvo por fuera de la ley. Salvo que se rompa el Estado de Derecho. Hacia allá quieren algunos que vayamos. Puestos a pensar por un minuto, eso no es liberalismo, sino que representa todo aquello que quiso combatir. Después de veinte años de un lado, estamos viendo el reverso de la misma moneda: autoritarismo de la mano del líder providencial. Basta.