Dos abanderados para una bandera
En este periodo del año se suceden las fechas patrias más importantes: 25 de mayo, 20 de junio, 9 de julio, 17 de agosto. Es inevitable que surjan algunos recuerdos de la época escolar relacionado con esas efemérides. Tuve conciencia y claros ejemplos de lo que era la discriminación ya en la niñez. Voy a contar uno de esos episodios. En ese entonces tenía doce años y cursaba la escuela primaria.
Para los actos escolares, había y hay una serie de rituales. Entre ellos, el de elegir al alumno que llevará la bandera. La tradición imponía (como ahora, creo) que el chico de mejor promedio, a modo de reconocimiento, fuera el abanderado. En sexto grado (en aquella lejana época, equivalía al séptimo de hoy), tenía un compañero judío brillante en todas las disciplinas. Lo llamaré por la inicial de su nombre: P. Él tenía el primer promedio de la división; yo, el segundo. Competir con él estaba fuera de cuestión. Su destino era ser el mejor de la clase. Lo admiraba. Era más bajo que yo. Estábamos en ese período de la vida en que un grupo crecía de golpe; otro, poco a poco; y un tercero se desarrollaba bastante más tarde. Yo estaba más bien en el primero; P, en el tercero.
Como si la naturaleza hubiera querido señalar la inteligencia con un atributo físico especial, P. era el único compañero pelirrojo. Los pelirrojos, chicas y chicos, pertenecían para mí a la aristocracia capilar. Me fascinaban. El pelo de P. era brillante; además, su cara tenía pecas. Ese detalle hacía que me resultara muy simpático. Éramos amigos.
El maestro de sexto grado, S., era bajo. Lo apodaban "el petiso". Un compañero difundió un dato sobre él que resultaba casi inconfesable en el primario de aquella época. Dijo que S. era rosista. Como la madre de Jorge Luis Borges, de la que me separaban mi ignorancia y mi pubertad, yo era unitario. La Mazorca era el mal. Y Rosas, rubio y de ojos celestes, un error de casting. El "malo" no podía tener "pinta de galán".
No sé en cuál celebración del año, S. debía nombrar a P. como el abanderado de la escuela. Nadie superaba sus notas. Desde el frente de la clase, S. se dirigió con una sonrisa al inalcanzable y encantador P. para decirle, de manera confianzuda, en medio del silencio de la división: "Usted debería ser el abanderado, pero sabe cómo es la vida con nosotros, los petisos… Tenemos que ceder el puesto a los altos. En su lugar, el abanderado va a ser el segundo promedio de la clase, que creció más rápido, che". La cara de P. se puso tan roja como su pelo y yo me quedé paralizado. Ni P ni yo supimos reaccionar. Era lógico que P., herido, quedara mudo. Pero yo no supe defenderlo. En una película, el mundo que regía mi moral, tendría que haberme negado. En cambio, me callé ganado por la humillación. Iba a ser abanderado por una cuestión hormonal: era más alto.
La verdadera razón de la actitud del maestro me la dio en el recreo el mismo compañero que lo había tildado de rosista: "S. no traga a los judíos. Lo sé por mi papá que lo conoce. Mirá si le iba a dar la bandera a P." En aquella época, yo no sabía casi nada de antisemitismo. Mi padre italiano era agnóstico y pertenecía a una familia católica que, como muchas otras de Italia, no discriminaban a los judíos. Para mi padre, Jesús no era Dios, no era el Mesías, era un malentendido. Y, por supuesto, yo pensaba lo mismo que él, porque no pensaba.
A partir de ese momento, la amistad y el cariño que me unían a P. se resintió. Yo lo seguía admirando y queriendo, pero sabía que no merecía ser su amigo. Nunca más lo volví a ver. Sé que hoy es un profesional de primerísimo nivel y un destacado miembro de la comunidad judía. Su pelo rojo se habrá vuelto blanco. Mi altura se redujo en dos centímetros.