Dormir la pena
Ideas descabelladas hubo y hay en todas partes: en 1870 se publicó una novela satírica del novelista inglés Samuel Butler, quien tituló su obra Erewhon, un anagrama (palabra o frase obtenida mediante la transposición de las letras de otra palabra) de nowhere. En castellano, “ningún lugar”. Butler describe las costumbres de un país en el cual las personas que cometen actos criminales son tratadas como nosotros tratamos a los enfermos, enviándolos a hospitales donde reciben un tratamiento para sus dolencias morales. Pero, curiosamente, quienes no cometen acto criminal alguno sino que padecen una lamentable enfermedad, son encausados por los jueces como si se tratara de peligrosos criminales. Butler fue un visionario, pues si bien compuso este prodigioso sarcasmo, anticipó la inversión del abolicionismo penal entre la víctima y el victimario, quien recibe todos los beneficios retaceados a la víctima.
Esta inversión es el logro de un programa posdictadura cuidadosamente enunciado en En busca de las penas perdidas, obra publicada en 1989 donde se proponía un derecho penal mínimo “como paso o tránsito hacia […] una utopía abolicionista del sistema penal”. Y aclaraba que si hablaba en términos de una utopía, lo hacía “por lejana y no realizada, pero no por irrealizable”. Ese programa se va cumpliendo, sin prisa pero sin pausa, en la Argentina: con la invención de los “cupos penitenciarios”, el abolicionismo hoy devuelve graciosamente a asesinos y violadores a sus domicilios. O bien, en una remake “inflacionada” del 2x1, pretende contar tres días por cada día pasado en prisión. O bien invoca la derogación de la pena máxima de 50 años de prisión cuando dicha pena solo es cumplida por Robledo Puch. Así pues, los adalides de nuestros (sesgados) DD.HH. reclaman todo tipo de beneficios a los reos, fundándose en el prejuicio infundado de que en la cárcel reina un trato inhumano y cruel.
Prosiguiendo esta orientación presuntamente “humanista” pero, en rigor de verdad, fuertemente anclada en el abolicionismo, el reciente proyecto de reforma de la ley de ejecución de la pena privativa de la libertad Nº 24.660 en su artículo 82, estipula: “Están prohibidas las sanciones corporales y el encierro en celdas sin acceso a sanitarios, celdas de confinamiento acolchadas o cualquier otra de naturaleza cruel, inhumana o degradante”. Muchos coincidimos en estos requisitos, pero ellos no son sino una estrategia discursiva para concluir que, dado que fácticamente eso no ocurre, los presos deben ser liberados de jure. En esa conclusión se amparó el juez Violini para liberar en plena pandemia a miles de presos.
Contrariamente a lo que se cree, el abolicionismo ni siquiera es una idea original de Nils Christie, o de Louk Hulsman, a quienes adhieren ciegamente Zaffaroni y sus seguidores. Así como a la utopía abolicionista –anticipada parcialmente en el Erewhon de Butler– le tomó apenas un par de décadas convertirse en realidad, hoy es fácticamente posible la novedosa idea propuesta por Christopher Belshaw en un artículo publicado por The Journal of Controversial Ideas, revista académica fundada por el filósofo Peter Singer.
Tras repasar las modalidades del castigo, Belshaw va desechando una a una. Primero advierte que nadie admitiría hoy los macabros instrumentos destinados a infligir dolor, como las mortificaciones o las torturas, pues en un paso esencial civilizatorio, ya han sido eliminadas de todos los Estados de Derecho.
La prisión, por su parte, cuenta con numerosos inconvenientes. Entre otros, el confinamiento involuntario implica una privación al delincuente consciente de las vivencias de libertad y de bienestar, además de producir efectos dañinos que producen dolor, angustia y frustración. Y aunque cumple el fin de la pena de proteger a la sociedad, entre sus muros se continúa delinquiendo; se forman y se fortalecen las mafias; los internos corren serios riesgos en su seguridad y, por qué no pensar en ellos, desgasta a los penitenciarios.
Por último, pensar en la pena capital implica no respetar la vida humana. En el caso de los asesinos, se vuelve al ojo por ojo. Y si con el correr de los días se prueba la inocencia del condenado, es una pena irreversible. De la muerte no se vuelve, lo sabemos. De allí que, a juicio del autor, deba pensarse otra opción.
Y lo hace con la original propuesta de intervenir al reo con un procedimiento farmacológico no cruento, concretamente, provocar un coma inducido aunque reversible. Con este procedimiento, las funciones vitales continúan activas pero se suspende la conciencia, evitando todo sufrimiento psíquico.
Me pregunto si toda vez que los abolicionistas de la pena insisten en el sufrimiento de los reclusos, no podríamos suspender la conciencia y el tiempo, y con él arrastrar el dolor. En lo que concierne a los fines preventivos y disuasorios, este procedimiento invasivo cumple con los propósitos de apartar, aislar, neutralizar al condenado, impidiéndole que continúe delinquiendo en la sociedad. Por añadidura, en caso de error judicial, el procedimiento es reversible y puede ser enmendado. Con este nuevo paso biopolítico, se resuelve la aporía del sistema criminal: ¿qué mejor encierro que el estar dentro de uno mismo?; ¿qué mejor cárcel que la del propio cuerpo, cuyos contornos protegen al interno internado y al cuerpo social?
Por cierto, los abolicionistas pueden alegar que la asignatura pendiente de esta propuesta sea la resocialización. Sin embargo, en su fuero íntimo, más de uno admite que, a juzgar por los resultados, esta es una construcción moderna, una ficción jurídica que deberá ser repensada también hasta demostrar su efectividad en la práctica. Y lo cierto es que ningún abolicionista se animó hasta el momento a llevar a su propia casa, en un acto heroico, a un asesino o un violador a los fines de dar muestras de que la resocialización fuera de la sede penitenciaria es posible.
Como vemos, la imaginación no tiene límites. Y las aplicaciones biotecnológicas, según parece, menos todavía. La extravagante idea de Belshaw ilustra, una vez más, que el sueño de la razón produce monstruos. De allí que sea aconsejable, incluso por una suerte de principio de precaución, que la Justicia penal no continúe innovando: ni recurriendo al oxímoron de la prisión domiciliaria, ni al 2 o 3 x1 ni a cuestionar la “pena máxima” meramente retórica. Porque las razones con las que pretenden justificar estos artilugios jurídicos pueden ser fácilmente desechadas con la propuesta del coma inducido.
Sin embargo, ninguna de estas innovaciones son aceptables. Porque al delincuente le espera su tiempo de elaboración del mal cometido que ningún sueño artificial puede aplacar. Porque las penas tienen un valor retributivo, un valor preventivo y un valor ejemplificador. Y por qué no, por justicia.
Doctora en Filosofía (UBA). Premio Konex de Platino en “Ética”. Presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia