Divorcio de autoficción y realidad
Antes de alimentar la discusión en boga sobre la literatura del yo y de llevar a sus lectores –también a los más fanáticos– a preguntarse en voz alta si puede ser tan “patéticamente egocéntrico” como él mismo dice o se hace, Yoga (Anagrama), el nuevo libro de Emmanuel Carrère, fue un escándalo. En septiembre pasado, cuando se publicó en Francia, la periodista Hélène Devynck, su exmujer, acusó al autor de violar un acuerdo judicial, firmado en el momento del divorcio, que lo obligaba a obtener su consentimiento para poder hablar de ella en su obra. Teniendo en cuenta que para el francés la literatura se hace con material de la propia vida y es “el lugar donde no se miente”, se entiende por qué el culebrón escaló alto. Lo que no es tan fácil de comprender es otra cosa.
Narcisista y vanidoso (ningún calificativo que él mismo no use para revisar su ego molesto en el espejo de estas páginas), pero nunca mentiroso, Carrère –proclama– quiere ser un hombre bueno. ¿Hace falta creerle? Asegura que escribe “sin hipocresía”, pero que, sin embargo, no puede decir de este libro lo que orgullosamente ha dicho de otros: Todo lo escrito es cierto. “Al escribirlo debo desnaturalizar un poco, trasponer y borrar otro poco, porque puedo decir de mí lo que quiera, incluidas las verdades menos halagüeñas, pero no de otras personas”, alude, tal vez. ¿En qué tribunal se juzga, entonces, su trabajo, una narración en primera persona que parte de la nada inocente idea de contar en profundidad la experiencia de la meditación, pero cae en “ese hueco de la vida” que llama depresión o locura?
Así, embarcado en el paralelismo entre yoga y escritura –y el senderismo, que a su vez se parece a la vida, una bonita forma de subir la cuesta– se interna en los abismos personales que lo dejan hospitalizado con un diagnóstico de trastorno bipolar. Andando por la cornisa, se cruza con el terrorismo islámico (incluye un cameo de Michel Houellebecq) y la ruptura afectiva de ese hombre que se sabe uno de los autores más importantes del panorama contemporáneo y, sin embargo, se confiesa “lastrado por la obsesión de ser un gran escritor”.
Yoga no es relajante, está de más decirlo, y parece hecho para devotos de su estilo, mezcla de ensayo y y narración autobiográfica, plagado de citas y referencias a títulos y personajes de sus libros anteriores (El adversario, De vidas ajenas, Limonov, Calais, textos periodísticos reunidos en Conviene tener un sitio adonde ir); un Carrère con todas las letras. Me pregunto qué hipótesis duele más y a quién: ¿que su autobiografía mienta, que haya violado un acuerdo legal, que la intimidad quede a la luz?
“No son fáciles los divorcios”, decimos, en el embrollo de una conversación inicialmente literaria que se va por las ramas y coteja varios casos cercanos vistos desde afuera. Para los que asistimos de oyentes a esa clase de transformación del ser humano que puede ser un divorcio tampoco es sencillo a veces admitir que personas que creemos conocer tan bien sean las mismas cuando se comportan ante la letra fría o las más caliente de las circunstancias. Sin embargo, la generalización no es buena: el arte de separar para siempre lo que había sido unido hasta la muerte en ocasiones puede ser reparador. Uso “las manos como nubes”, para emplear un movimiento de tai chi que Carrère también enseña y viene al caso, y traigo el mejor de los ejemplos, que recordábamos entre papeles familiares hace poco. El divorcio de mi padre antes de casarse con mi madre fue sinceramente excepcional: hubo que esperar una ley que en la Argentina llegó en los ’80 para que cinco hermanos autodenominados “Los Deslices” firmáramos así, con mayúsculas y sin vergüenza, las invitaciones a una de las bodas más extravagantes que vi en mi vida. “Quedan formalmente invitados”, se lee al pie del cartón. Podría merecer un relato de autoficción esta historia.