Disfraces y cirugías plásticas, Elvis y Michael Jackson: los que dan la vida por ser como sus ídolos
El fenómeno, cuyo origen puede rastrearse en los tiempos de oro del Star System, no reconoce fronteras e implica tanto el juego y el recurso económico como el riesgo de la patología
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Hacer imitaciones que la borden no es tarea ni fácil ni sencilla. Charles Chaplin lo habría descubierto de insólita manera: fallando estrepitosamente al intentar ser el doble… de sí mismo. Cuenta la leyenda que, en los años 20, el muy talentoso comediante, guionista y director –irreconocible sin su disfraz característico– se habría colado en un concurso donde premiaban tanto el mejor parecido como la ya clásica caminata de Carlitos con bastón. Pero hacer su gracia no le reportó buen resultado ya que no resultó ser suficientemente chaplinesco para el jurado, terminando en el puesto veintipico. Ya entre huestes faranduleras locales y actuales, por estos días, Susana Giménez declaró sin rodeos que nunca nadie había logrado imitarla a su gusto, ni siquiera la camaleónica Fátima Flórez, quien a su vez anda discutiendo por sus sketches con otra diva, Moria Casán, que le reclama regalías por ser fotocopiada. Y en el rubro político, sigue reverberando en las retinas el bizarro clip viral del intendente de Merlo, Gustavo Menéndez conversando tan fresco con (un clon de) Messi, que le agradece que le haya traído suerte para consagrarse campeón del mundo. Para sumar más repelús, hace su ingreso en escena (un clon de) Maradona, mientras suena música sacra…
Entre la fascinación y el cringe se mueve una industria consolidada que ofrece réplicas inexactas de estrellas inalcanzables, demasiado famosas para visitar una boda, demasiado ocupadas para mandar un mensaje personalizado a simples mortales, demasiado ricas para bailar en un evento corporativo… Incluso en algunos casos, demasiado muertas para hacer acto de presencia.
Hace unos pocos meses, sin ir más lejos, el New York Times publicaba un artículo sobre dos imitadores de un personaje muy visitado, Michael Jackson, ambos de la Argentina, donde contaba cómo uno de ellos –Alan García– se las apaña a base de maquillaje y cinta adhesiva para transformar su rostro, antesala de los shows coreografiados que ofrece en una concurrida peatonal de CABA
Hace unos pocos meses, sin ir más lejos, el New York Times publicaba un artículo sobre dos imitadores de un personaje muy visitado, Michael Jackson, ambos de la Argentina, donde contaba cómo uno de ellos –Alan García– se las apaña a base de maquillaje y cinta adhesiva para transformar su rostro, antesala de los shows coreografiados que ofrece en una concurrida peatonal de CABA. El otro –Leo Blanco– da espectáculos con luces, humo y cambios de vestuario, y “se ha sometido a 13 cirugías para acercar su apariencia a la de su ídolo”, según el prestigioso diario. Además de tatuarse cejas y patillas, “se ha construido una nueva barbilla de silicona y ya va por la séptima operación de nariz”.
Y si Elvis –el ejemplo más popular– permanece de algún modo vivo, es gracias a los tropecientos imitadores profesionales que se calzan el jumpsuit con brillantes a lo largo y lo ancho: alrededor de 400 mil, si creemos las estimaciones de los Récords Guinness de hace unos cuantos años. Y pensar que al momento de su deceso en el ‘77, apenas si llegaban a los 170, y no estaban tan diversificados como en estos tiempos, a saber: Elvis mujeres, Elvis afro, Elvis asiáticos, y así sucesivamente. El atractivo de imitar a este ídolo, esgrimía el crítico y ensayista Greil Marcus hace un tiempo, está en la libertad, el puro placer, la actitud desafiante que desplegaba el Rey del Rock & Roll, “que acaso lleve a muchos fanáticos a considerar: si me visto como él, si copio sus movimientos, tal vez tenga una ligera idea de cómo pudo haber sido habitar ese cuerpo”. Algo que, en cierta manera, se vio plasmado en el recordado film El último Elvis, ópera prima de Armando Bó (nieto) que, hace ya una década, presentaba un retrato complejo e intimista de un imitador en decadencia, interpretado por el sobresaliente John McInerny, que fuera de la pantalla precisamente se dedicaba a ofrecer shows en tributo del legendario artista.
“El salvaje adora ídolos de madera y de piedra; el hombre civilizado, de carne y de sangre”, opinó otrora Bernard Shaw, y el gran pensador francés Edgar Morin cita esta cita en Las estrellas del cine, visionario ensayo del ‘57 donde analiza puntillosamente el fenómeno del star-system, los dioses y diosas modernos de la pantalla, sujetos de culto a veces absoluto. Según Morin, la estrella alimenta y modela sueños, es decir, identificaciones imaginarias, convertida en alimento onírico: “El sueño, a diferencia de la tragedia ideal de Aristóteles, no nos purifica verdaderamente de nuestros fantasmas, sino que revela su presencia obsesiva; de la misma manera, las estrellas solo provocan parcialmente la catarsis y alimentan fantasmas que querrían –pero no pueden– liberarse en actos. Aquí el papel de la estrella se convierte en ‘psicótico’. Polariza y fija obsesiones”.
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Para los imitadores contemporáneos existen agencias que se ocupan de esa industria subalterna. En Gran Bretaña vale mencionar la especializada Lookalikes, una de las mayores en su tipo, donde el nutrido catálogo incluye desde David Bowie y la banda Abba, hasta Kim Jong Un y Michelle Obama. Por supuesto, hay varias Reinas Isabel de cabotaje al alcance de unas libras. Mientras tanto, desde España, la empresa Los Dobles de Famosos aclara que sus artistas no necesitan caracterizarse ni requieren de maquillaje “para ser idénticos, en su mayoría, a los originales”. Viendo a su imitador, acaso Albert Einstein discreparía.
“El salvaje adora ídolos de madera y de piedra; el hombre civilizado, de carne y de sangre”, opinó otrora Bernard Shaw, y el gran pensador francés Edgar Morin cita esta cita en Las estrellas del cine, visionario ensayo del ‘57 donde analiza puntillosamente el fenómeno del star-system, los dioses y diosas modernos de la pantalla, sujetos de culto a veces absoluto
Claro que hacerse pasar por una estrella –viva o muerta– es una cosa; otra muy distinta fue lo que ocurrió hace más de 4 décadas, cuando un promotor estadounidense, Danny O’Day, llevó la imitación a un lugar que nadie habría imaginado en aquellas fechas. El hombre concibió una gira extravagante para rendir homenaje a cuatro ídolos caídos: Elvis, Jim Morrison, Janis Joplin y Jim Croce. Pero, tal parece que a O’Day no le era suficiente que sus performers dieran en la tecla con el vestuario y la interpretación. Así fue que contrató a cirujanos plásticos que alterasen sus apariencias a fin de que se asemejaran todo lo posible a los fallecidos.
Un delirio que no está tan alejado de lo que sucede hoy día, cuando ya no sorprende toparse con noticias que repiten la misma cantinela: seguidores se someten a rinoplastias, cirugías de senos, elevación de cejas, implantes de glúteos, liposucción, marcación mandibular, remoción de costillas, etcétera, para lucir como sus celebridades favoritas y, en ocasiones, lucrar con la semejanza.
Hay muchos ejemplos: la inglesa Scouse Pammie, pretendido calco de Pamela Anderson; la estadounidense Serena Smith, falsa Marilyn Monroe; la garota Suellen “Mariah” Carey; otra brasileña, Jennifer Pamplona, hoy arrepentida de haber pasado tantas veces por el quirófano para tener el aspecto de Kim Kardashian; el británico Oli London, que gastó una pequeña fortuna para volverse Park Jimin, de la banda sensación BTS…
Para tratar de comprender qué pasa por la cabeza de personas que, a como dé lugar, se vuelven facsímiles de sus ídolos, La Nación conversó con el doctor José Eduardo Abadi, eminencia en psiquiatría, autor de libros como Pasaporte a la vida, De felicidad también se vive, Y el mundo se detuvo, entre otros. Con su habitual claridad y cordialidad, el también profesor catedrático de Psicología de la UADE ofrece sus respuestas.
–Que existan personas dispuestas a volverse “copias de”, a cambiar su apariencia para imitar a las estrellas que admiran, ¿es la expresión máxima del culto al ídolo?
–En principio, habría que hacer una diferenciación. Por un lado, está el fenómeno de la idolatría, donde lo que hay no es admiración, aprendizaje, la intención de compartir un divertimento: lo que hay es fascinación, incluso veneración. “Ídolo” etimológicamente quiere decir “falso dios”. Es una relación inmadura donde el idólatra obtiene su enriquecimiento, su logro, su afán en poder estar al lado de aquel que define como un superhombre. Al lado, pero jamás en calidad de par, mucho menos imaginándose capaz de superarlo en algo. Es simplemente recibir el don de la aceptación por parte del personaje idolatrado. El caso que vos mencionás, si bien está vinculado a este fenómeno, no es idéntico, porque entra en juego un intento identificatorio masivo importante con la figura que se idolatra; o sea, el intento por parecerse. Un parecerse muy particular porque, al tratar de ser como él, el “ser” sustituye al “tener”. Es decir, como no puedo apropiarme del ídolo, puedo ser como él –o ser él– a través de ciertas identificaciones, que tienen distinto grado. Las hay parciales (cómo me visto, cómo me peino, el coche que tengo, ciertos gustos…), y las hay muy masivas, en función de un terreno predisponente, ya mucho más frágil, donde surge esta especie de mímesis en la que el propio sujeto puede acabar confundiendo quién es, cuál es su propia identidad.
–¿Entonces el Yo se desdibujaría?
–Es un Yo muy inmaduro que queda en esa identificación con el otro, disuelto en su diferencia y convertido en un intento de réplica de lo que venera del otro. En el caso del intento mimético a través de la cirugía, por caso, estaríamos frente a personalidades border en conductas sintomáticas, ya no neuróticas sino prepsicóticas.
–¿De algún modo están fijando la máscara teatral?
–La diferenciación entre persona y personaje históricamente deriva de la idea de máscara. En el teatro, la máscara es el personaje que interpreto, que me saco al terminar la función y saludo al público recuperando mi Yo. En el caso del imitador, aparecería una máscara que luego no puedo quitarme, que devora mi Yo frágil…
–¿Es una manifestación extrema de cuán influenciables somos las personas? La prueba está en que hoy existe el oficio de influencer, que abiertamente incide en hábitos y consumos…
–El influencer tiene que ver con la búsqueda, a través de la identificación, de la pertenencia y de la valoración, ligadas a la autoestima, también al narcisismo. Te estaría señalando qué es aquello que es deseable para que se vuelva deseable para vos y, si lo obtenés, poder ser valorado, querido y deseado por el otro. Lo que todos buscamos en la vida es que nos quieran y nos amen, amar y querer. Muchas veces el influencer juega con niveles de esta búsqueda, que se transforma en una necesidad, en un miedo a no formar parte, en una inseguridad.
En los años 40, un mechón platinado sobre el ojo se convirtió en el sello característico de la bellísima Veronica Lake, una de las femmes fatales por excelencia. Ese calculado jopo solía cubrirle la mitad del rostro, detalle que casaba de maravillas con el halo seductor y misterioso de sus personajes. No solo se volvió un look emblemático del cine noir, imitado incluso décadas más tarde por, por ejemplo, la dibujada Jessica Rabbit o la Kim Basinger en L.A. Confidential: el peek-a-boo, como fue bautizado, revolucionó a las mujeres de su tiempo, que acudieron en masa a la peluquería para copiar el peinado de la actriz neoyorquina. En plena Segunda Guerra Mundial, el asunto devino cuestión de Estado: el gobierno intervino para poner coto a la imparable moda, rogando a la Paramount que su estrella cambiase de arreglo, aunque más no fuera durante una temporada. El popular mechón se había vuelto un problema en las fábricas, ocasionando accidentes en obreras que, con el semicortinado capilar tapándoles un ojo, metían la pata o se enganchaban el pelo en las máquinas.
Todo esto para decir que el afán por parecerse a las estrellas viene de lejos, aunque el fervor de antaño palidezca frente a ciertos esfuerzos actuales, extremos, que involucran –cómo no–intervenciones estéticas en serie. Pero volvamos a la entrevista con Abadi…
–Aunque copiar ciertas características de celebridades no es novedoso, ¿puede que se haya intensificado hoy en día?
–Se ha intensificado en esta sociedad posmoderna donde la velocidad se convirtió en vértigo; donde lo que antes era una lealtad sostenida a lo largo de los años se volvió un cambio permanente sin enraizamiento alguno; donde el tener ha sustituido al ser… El apuro fue reemplazado por la urgencia; lo mucho, por el demasiado, y todo esto naturalmente conspira contra esa cuota de estabilidad identitaria, de serenidad y de relación amistosa con uno mismo, o en palabras de Séneca: “Hoy es un día feliz, he empezado a ser amigo de mí mismo”.
–¿Qué nos dice todo esto respecto de la singularidad? ¿Dejó de ser un valor en la sociedad actual?
–La singularidad –que a veces recibe el nombre de autenticidad– no solamente tiene que ver con la ligazón de uno con el universo, como dicen algunos filósofos, sino también con la captación del propio anhelo, de la propia vocación. Es ese descubrir el interés y amor propios por el mundo desde lo que son mis raíces más auténticas, algo que, en la sociedad de hoy, muchas veces queda alineado. La gente parece estar más atenta a lo que le dicen que hay que desear para poder ser, antes que descubrir su propio deseo. En especial, en un mundo que suele poner como signo de pertenencia el tener mucho, que a su vez crea un fenómeno tan presente: la insatisfacción del ser. Hay una insatisfacción en torno a no dedicarse a descubrir realmente nuestros aspectos más profundos, íntimos y auténticos. Vivimos en una especie de agitación y urgencia productivas, creyendo que para ser alguien, hay que tener, tener, tener, sin darnos cuenta de que lo que necesitamos es una verdadera consciencia de uno mismo y de nuestra relación con el otro, donde haya un registro del otro como una diferencia con la que me vinculo, donde lo que está en juego no es lo que tengo sino lo que soy. Dicho de otra manera, en esta sociedad posmoderna, que algunos llaman la sociedad de la productividad y del cansancio, la gente cree que, más que intentar indagar y explorar el propio ser en la relación con el otro y con el mundo, hay que tenerlo todo para ser alguien, lo que obviamente genera como resultado frustraciones.