Dios, ¿dónde estoy?
El GPS se volvió en un gran aliado pero también en un arma de doble filo: nadie sabe para dónde ir
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La sociedad está perdida. Y no es una metáfora: sin el GPS nadie puede llegar a ningún lado. Se acabó el esfuerzo mental de recordar calles y alturas, el hábito de saber cuál corta con cuál y la habilidad de tener a mano referencias insólitas pero amigables como ancla de ubicación, como decir: “Es a la vuelta del lugar donde una vez estaba Chiche Gelblung merendando”.
Ahora todo está perdido. Vos sin GPS, por ejemplo. Pasaste de no poner tus datos en Internet por ningún motivo a apretar que “sí a todo”. Antes tenías miedo de que te clonaran la tarjeta de crédito y ahora en el apuro permitís que una app sepa en tiempo real dónde estás. No te importa nada, por más que sea la app del Cartel de Sinaloa, vos apretás que sí, permitir, continuar, lo que haga falta… todo con tal de que te digan dónde estás.
No solo no conocés ninguna calle, sino que hasta perdiste el sentido de orientación básico. Ya no alcanza con un mapa en tiempo real con una flecha que se desliza en simultáneo con cada paso que das. No. La interpretación cayó a cero: ¿cuántas veces caminaste para el lado contrario incluso viendo la flecha? Menos mal que Colón se ubicaba porque si no estaríamos todos apretados en Europa.
Sin embargo, no hay que confiarse. El GPS es, en el fondo, un traidor. Es un amigo que te llama en el verano porque sabe que tenés pileta. Te orienta, claro, pero cuando le conviene. Si todos supieran las calles, nadie necesitaría ayuda en su propia ciudad y el problema solo se presentaría cuando uno va a un lugar que jamás visitó. Y es ahí donde el GPS sería útil pero es, justamente, donde falla. Es que el GPS la tiene fácil porque avisa: “A cien metros, Avenida 9 de Julio”. Y pensás: “Sí, genio, ya la vi, la ve cualquiera”.
El tema es cuando un sábado a las dos de la mañana volvés del cumpleaños que organizó tu primo en un karaoke en Virrey del Pino. Al principio el GPS da una, dos y hasta tres indicaciones básicas hasta que doblás mal. Silencio. No sabés si el GPS se quedó afónico, sin pilas o no arregló paritarias y está de paro. Lo reiniciás, ponés y sacás el 3G y le hacés la danza del tránsito pero no dice nada. No tiene ni idea de dónde está. Entonces uno empieza a apostar por un camino propio a través de calles ajenas y oscuras. Un sinsentido de ir y venir hasta que esa aplicación corrupta se despierta de la siesta pero con un ataque de locura y empieza: “Gire a la derecha y gire a la derecha y gire a la derecha”. Y en la desesperación le hacés caso y te das cuenta de que estás dando la vuelta a la manzana. Ahí se activa ese instinto primitivo de ubicación y decís: “Yo ya pasé por ese puesto de flores extrañamente abierto a las tres de la mañana”. Entonces recordás que tu primo te dijo que tenías que agarrar derecho por la avenida, por lo que confiás ciegamente por veinte cuadras.
Así, de pronto, adelante, notás cómo se erige un camino que te despierta una sonrisa. Y ahí aparece el muerto vivo del GPS, que se le ocurrió trabajar y te dice lo obvio: “A cien metros, tome la rampa de la Avenida General Paz”. Y tenés ganas de decirle: “Gracias papito, menos mal que te conecté, no estoy hace veinte minutos transpirando para ubicarme. Dejá, no hagas nada”.
Y bajás la ventanilla y una suave brisa te transporta a tu niñez, cuando tu papá manejaba por todos lados sin ninguna voz robótica que le dijera por dónde ir. Preguntar era una vergüenza y la única ayuda era la Guía Filcar, ese libro de mapas de calles que el más despistado llevaba en la guantera del auto, que en general se dejaba en la casa y que tuvo un hijo popular en la juventud del 2000 llamado Guía-T. Ese compilado de planos se hojeaba antes de salir y solo para refrescar el recuerdo de la ubicación: “Ah, sí, ya sé dónde es. Al 700″. Listo, con eso alcanzaba.
Y subís la ventanilla de nuevo y de reojo ves que el GPS no te dijo que tenías que tomar la salida, que vas a tener que retomar por debajo del puente y solo podés pensar: “Dios, ¿dónde estoy?”.