Dilemas del poder y la democracia
Los autores plantean que el argumento de que ganar las elecciones autoriza a un gobierno a avanzar en una determinada dirección sin mayores cuidados es lo opuesto al liberalismo
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En 1985 los autores de esta nota estábamos en lugares bastante diferentes. Uno de nosotros era uno de los seis jueces del histórico Juicio a las Juntas, mientras que el otro era un bebé recién nacido en un pequeño pueblo del interior bonaerense. Así, uno de nosotros era protagonista de uno de los hechos fundacionales de nuestra democracia, y el otro formaba parte de la primera generación de argentinos que vivió toda su vida bajo gobiernos constitucionales. Los caminos profesionales y políticos nos unieron hace ya varios años y, desde entonces, solemos compartir debates, ideas y reflexiones sobre la actualidad política. Las ideas que siguen nos parecieron importantes de transmitir.
Charlando sobre lo que ocurre hoy en la política argentina llegamos a una serie de interrogantes que parece conveniente plantearse. Nos preguntamos: ¿qué implica ganar las elecciones?, ¿qué poder y legitimidad le da al gobierno?, ¿qué límites le impone?, ¿es necesario cambiar las cosas en el sentido correcto sin importar cómo? Las respuestas a éstas preguntas nos ayudarán a pensar el futuro de la democracia en nuestro país, y a evitar una nueva grieta entre los que desean ansiosamente un cambio profundo del modo más rápido posible, y los que parecen querer obstaculizarlo oponiéndose por cuestiones “de forma”.
En el último año escuchamos hablar de liberalismo en todas partes, el concepto pasó a ser parte del vocabulario habitual de los medios de comunicación, las redes y las conversaciones diarias. Todos hablamos ahora de liberalismo. Justamente por eso vale la pena profundizar un poco más allá de los esloganes. Si nos remontamos a los teóricos de la filosofía liberal clásica, vamos a encontrar que en prácticamente todas sus variantes se sostiene la necesidad de limitar el poder del gobierno. Si leemos a John Locke, por ejemplo, encontramos que el gobierno nace limitado de origen porque sólo existe por el consentimiento de los gobernados, que nacen libres. El derecho divino de los monarcas absolutos a gobernar a su sola voluntad quedaba así reservado para los libros de historia antigua. El liberalismo surge entonces para poner límites al poder y resguardar así los derechos de los ciudadanos.
En las democracias constitucionales que surgen hacia finales del siglo XVIII los órganos depositarios de la soberanía popular tienen restricciones. Las funciones de gobierno se dividen y se controlan recíprocamente. Los jueces, independientes de los poderes políticos, tienen que proteger los derechos consagrados en la constitución y vigilar, además, que los otros poderes se desenvuelvan dentro de los parámetros que establece la propia constitución, asegurando así la supremacía de ésta y el estado de derecho.
Estas tradicionales ideas en las que se fundan todas las democracias liberales chocan abiertamente con una visión populista o mayoritaria de la democracia. Ésta última, al asignar a la soberanía popular un valor supremo, no reconoce límite alguno al poder estatal que, de esa manera, tiene el camino despejado para concentrar el poder y actuar como le plazca, con el consiguiente riesgo para los derechos de todos, “princeps legibus solutus est” (el príncipe está sujeto a la ley).
Teniendo esto en cuenta, revisemos entonces parte de las discusiones políticas recientes. Podemos ver que se argumenta que el hecho de ganar las elecciones autoriza al gobierno a avanzar en una determinada dirección sin mayores cuidados. Lo hemos escuchado con el 54% de Cristina Kirchner en 2011, o ahora con el 56% de Javier Milei. Una gran mayoría sería como un cheque en blanco que la sociedad firma a quien resulta electo. ¿No es esto lo opuesto a lo que argumentaría el liberalismo?
Esta idea del “cheque en blanco” va en contra también de otro de los principios básicos de una democracia liberal: la rendición de cuentas. Si una visión populista de la democracia supone una delegación casi total del poder en los gobernantes a través de una ciudadanía pasiva, la idea de rendición de cuentas, como sostiene Enrique Peruzzotti, se basa en una saludable desconfianza en el gobierno y en la actuación de diversos mecanismos para controlar al poder político, de modo de asegurar su responsabilidad y la correspondencia de sus decisiones con las preferencias de la sociedad. El gran Guillermo O’Donnell, quizás el politólogo más importante que haya dado nuestro país, lo puso en términos concretos: accountability vertical y accountability horizontal. La primera es conocida por todos, ya que se trata del pueblo controlando a los gobernantes a través de elecciones. Pero la segunda, se basa en la existencia de agencias estatales que tienen autoridad legal para controlar.
Como escribió Habermas, las instituciones deben, además, garantizar la imparcialidad de sus decisiones para asegurar así su legitimidad. En esto es central comprender que las normas, muy a pesar de varios, no pueden depender de la popularidad de un presidente. Por el contrario, es su estabilidad la que garantiza el desarrollo. ¿Cuándo está mejor protegido el derecho de propiedad?, con un gobierno limitado o con uno que concentra el poder en una persona?. ¿Cuándo hay mayor seguridad jurídica para el inversor? ¿Cuando las reglas surgen de un debate plural en el Congreso o cuando dependen de la estabilidad de un decreto presidencial? Las respuestas nos parecen obvias.
Es por eso que, como sostiene uno de nosotros en su reciente libro (Coordenadas para Antisistemas, editado por Sudamericana), necesitamos fortalecer la rendición de cuentas en lugar de erosionarla. Frente a la creciente velocidad de la comunicación y el debate, debemos comprender que los viejos modelos de delegación de autoridad, típicos del populismo, están agotados. El voto no sólo ya no se define por identidades partidarias estancas o hereditarias, sino que la sociedad democrática de hoy exige rendición de cuentas y la exige al instante, al alcance de un like. Tenemos el desafío, entonces, de profundizar la participación de la sociedad y la transparencia de las instituciones.
Por cierto, nadie puede ignorar la delicada situación económica y social que vive el país, como tampoco la brutal crisis de representación política a la que ha llevado el fracaso de los gobiernos anteriores, pero esa falta de resultados no puede llevarnos a justificar que todo vale para superar los obstáculos, a que no nos importe la forma en la que se gobierna, sino sólo el fondo de la cuestión. Y en esto hay que destacar la importancia del equilibrio entre la voluntad popular y del estado de derecho, porque el apoyo popular no es excusa para atropellar las instituciones. Sin ir más lejos, Nayib Bukele ganó la reelección en El Salvador con el 85% de los votos, pero eso no legitima que tenía prohibido buscar un segundo mandato o las gravísimas denuncias por violaciones a los derechos humanos. Que en nuestro país es necesario reformar y hacer más eficiente la intervención del Estado es una verdad de perogrullo, pero esto no debe hacerse salteando los mecanismos legales. En nuestro país ya lo sabemos: creer que el fin justifica los medios nos llevó al momento más oscuro y trágico de nuestra historia. Por eso, en democracia, importa el fondo y la forma.
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* Ricardo Gil Lavedra es Presidente del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal y exjuez de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal.
** Emmanuel Ferrario es Legislador de la Ciudad, docente universitario y autor de “Coordenadas para Antisistemas. Renovar la democracia con liderazgos ciudadanos” (Sudamericana).