Diez lecciones de Brasil para este momento de la Argentina
“La esperanza es la confusión entre el deseo de algo y su probabilidad” (Schopenhauer)
En momentos en que la Argentina se dirige hacia unas elecciones muy importantes para su futuro, mi modesta intención en estas líneas es explicar al lector, que naturalmente no tiene por qué estar al tanto de los detalles de la política del vecino, qué se puede aprender de la experiencia que Brasil vivió entre 2019 y 2022 bajo la presidencia de un individuo estrafalario, Jair Bolsonaro. Desde mis seis décadas de vida, en que ya vi el péndulo de la Historia ir y venir varias veces, hay diez lecciones que es válido extraer de esos cuatro años, eventualmente útiles para tener en cuenta en la nación hermana:
1.Vencer en las elecciones es una cosa; gobernar es algo muy diferente. Para Brasil, Bolsonaro en 2018 fue “el tipo equivocado, en el lugar equivocado, en el momento equivocado”. En un contexto político muy específico, sin el cual le hubiese sido imposible ganar, su equipo de campaña tuvo un talento extraordinario para movilizar nuevos instrumentos de comunicación con gran eficacia, con un desempeño en ese campo reconocido hasta por sus más acérrimos enemigos, a los cuales en aquella ocasión “les ganó por goleada”. El hecho de haber sido un candidato sumamente exitoso, sin embargo, no fue garantía de buen gobierno, ya que desde un primer momento pobló la Explanada de Brasilia con un conjunto de ministros que parecían haberse escapado de la familia Addams, tragedia que debido a la gestión desastrosa de la pandemia llevó al país, con 3% de la población mundial, a tener casi cuatro veces ese porcentaje en el total mundial de muertes por Covid.
2.La verdad estaba a la vista. Vivimos en democracia y todos son libres para votar como quieran. Además, las razones que llevaron a muchos a votar a Bolsonaro para derrotar al PT eran muy claras en 2018. Hoy, después de que Bolsonaro salió de la presidencia, comenzaron a aparecer sus “trapitos al sol”, con historias que de tan toscas parecen ser parte de un guion de película de quinta categoría. Por eso, no tengo dudas de que la mayoría de los electores de Bolsonaro, con el tiempo, preferirán olvidar los últimos años. Sin embargo, la verdad es que todos sabían quién era Bolsonaro en 2018: un político grotesco, lunático, con un pasado lleno de historias opacas y con ninguna vocación para la función pública. Lo que pasó en su gobierno y los sujetos dañinos -algunos, verdaderos rufianes- que con él coparon Brasilia fueron la simple consecuencia de lo que él había sido toda la vida: alguien obviamente carente de preparación para ejercer el cargo más importante del país.
3. La ruptura ...¡se rompe! Aquí, en el caso brasileño, conviene retroceder no hasta 2018, sino hasta 1989, cuando el país eligió a Fernando Collor de Mello para la presidencia, dejando atrás a los políticos “viejos” que fracasaron en conquistar la simpatía popular tras la redemocratización (los legendarios Ulysses Guimarães y Leonel Brizola). La “novedad” se presentó como un outsider, por un partido minúsculo y que no se prestaría al “juego de poder de los grandes partidos”. Conocemos el final. Como, cuando las elecciones acaban, la gente se va a su casa y el presidente se tiene que entender con el Congreso en el caso de un proceso de impeachment que llevara a su alejamiento del poder. Bolsonaro iba por el mismo camino en 2020, cuando dio un giro de 180 grados y se alió a las fuerzas más tradicionales de la “casta política” tras empezar a sentir el olor a impeachment delante de sus narices. De esa forma, se aseguró sobrevivir, pese a la tragedia nacional de las 700 mil muertes por Covid, y adiós a las reformas. Es imposible que el ímpetu rupturista dure mucho tempo después de las elecciones en los casos en que no hay “muñeca” política por parte del presidente, como la supieron tener Menem en la Argentina o Cardoso en Brasil.
4. El Congreso es fundamental. La independencia de los poderes es un principio de las democracias desde las primeras reflexiones sobre el tema, hace ya por lo menos un par de siglos. Es una idea esencialmente “chavista”, por colocarlo en términos actuales, que el Ejecutivo tenga más legitimidad que el Congreso para aprobar algo. Quien formula la agenda tiende a ser el Ejecutivo, pero el sistema de pesos y contrapesos acaba jugando su papel. Las reformas que funcionaron en Brasil fueron aquellas en las cuales el Ejecutivo y el Legislativo actuaron en estrecha colaboración, tanto como en el proceso ejemplar del expresivo conjunto de reformas estructurales de Cardoso y de Temer, como en el caso algo sui generis de la reforma previsional de Bolsonaro, fruto de un acuerdo entre los equipos técnicos del Ejecutivo y el liderazgo del entonces presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia. Creer que el Congreso aprobará lo que el Ejecutivo pretende sólo porque éste se considera dueño de la razón y supuestamente es el único que tiene los elementos técnicos para juzgar lo que es mejor para el país, es una suposición que, por lo menos en el caso brasileño, tiende a no resistir al avance del tiempo.
5. Sin política no hay salida. Brasil entró en crisis cuando la política no funcionó. ¿Cuando? En los tres años de recesión 1990/1992, cuando el vértigo de un presidente alucinado hizo que la mezcla de inflación e ineptitud política llevase al impeachment de Collor. En 2015/2016, cuando una extraordinariamente incompetente Dilma Rousseff tuvo un conflicto digno de “Titanes en el ring” con el entonces presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, y el final melancólico fue el impeachment de ambos y una crisis política y económica descomunal. Y en 2021/2022, cuando al empezar a surgir la palabra impeachment en los diarios, Bolsonaro le entregó las llaves de la gobernabilidad al presidente de la Cámara, Arthur Lira, para que a cambio de enormes partidas presupuestarias para el gasto libre de los parlamentarios, el Congreso erigiese una barrera infranqueable al juicio político. Eso le permitió dedicarse de lleno a una campaña demencial contra la Justicia y las urnas electrónicas y llevó el gasto a las nubes en las elecciones del año pasado. Cuando la política funcionó mal, Brasil anduvo mal. Cuando el presidente supo cómo se deberían conciliar las reformas y la política, el país avanzó.
6. La ideología es un desastre operativo. Bolsonaro ejecutó las bases de la política económica con pilares de la burocracia weberiana: gente con vocación de servicio en condiciones de servir honesta y competentemente a cualquier gobierno. Sin embargo, Paulo Guedes llevó también a un conjunto de personas bastante amplio del sector privado, que incluía desde cuadros excelentes a personajes que oscilaban entre el oportunismo y el delirio ideológico. En su gran mayoría, estos últimos se revelaron un desastre. El caso más notorio fue el de un gran empresario, uno de los apóstoles de la privatización (aclaro: ¡de la cual estoy a favor!) que en dos años no consiguió hacer nada relevante, por absoluta incapacidad de entender cómo funciona la administración pública. Al final de un paso patético por el gobierno, divulgó una carta donde decía: “Si en el mundo de los negocios la orientación es cambiar para mejorar, en el gobierno es que las cosas permanezcan como son”. Y agregó: “Los grupos de interés, legítimos y naturales en una democracia, dificultan el proceso de privatización”. ¡Chocolate por la noticia!
7. El sector privado y el gobierno son dos mundos diferentes. Thatcher y Reagan llevaron a cabo revoluciones en sus gobiernos, pero ambos supieron matizar el énfasis en el papel del sector privado con la buena utilización de los cuadros de la gestión pública. El hecho de que alguien tenga éxito en la iniciativa privada no significa que se destaque en caso de ir al gobierno. Traer a este último métricas de eficiencia es positivo y todos sabemos los males de la ocupación de puestos por “ñoquis”, pero los ejecutivos provenientes del sector privado que triunfan en la administración pública son aquellos que revelan características personales muy claras, entre las cuales se destacan la empatía, la capacidad negociadora, la virtud de saber formar equipos y un gran respeto humano y profesional por la competencia técnica de quien sabe hacer las cosas bien pese a tener el “defecto de origen” de ser un funcionario público. En cualquier país, hay miles de ellos a quienes hay que saber cautivar.
8. Políticas públicas: no había nada. Durante la campaña, el sesgo ideológico de Bolsonaro daba a entender que Paulo Guedes llevaría al gobierno un grupo de expertos, cada uno en su área de especialización, que llegaría con todas las coordenadas acerca de cómo cambiar de orientación en los diferentes campos. Hay que tener en cuenta que si bien la economía es un tema importante, el ciudadano se relaciona con el mundo por medio de diferentes políticas públicas, como las de salud, educación, seguridad, transporte, etc. Al llegar el momento de montar el gobierno, lo que se vio fue que además de la competencia de Paulo Guedes, el gobierno en las diferentes carteras no tenía absolutamente nada. La política de salud dejó un reguero de muertes absurdas por el Covid; de la (ausencia de) política educativa el país tardará años en recuperarse, y en materia de seguridad, más allá del gesto ridículo utilizado hasta el hartazgo en la campaña de hacer la pose de empuñar un revólver, el gobierno fue incapaz de introducir un único cambio en las leyes mínimamente consistente y de presentar un plan de combate a la violencia con comienzo, medio y fin. Tras la espuma, había sólo humo.
9. Un país necesita paz. De vez en cuando, aparecen en la escena política de algunos países figuras disruptivas, que seducen con la perspectiva de un cambio radical en muy poco tiempo. En general, son procesos liderados por personajes de “psicoanálisis” con escasa predisposición para el diálogo, poca habilidad política y muy poco proclives a escuchar y aprender con las críticas. El problema es que después de entusiasmar al electorado durante algún tiempo, el presidente se cansa de los problemas del día a día y la gente se cansa del presidente. Ocurrió en Brasil con Collor en 1992 – desplazado del poder sin pena ni gloria – y con Bolsonaro en 2022 – al ser derrotado en las urnas. Los países que avanzan más a lo largo del tiempo son aquellos que exhiben procesos de avances progresivos, por medio del cual el progreso se construye en base a estacas que van siendo plantadas gradualmente, buscando evitar futuros retrocesos y definiendo un rumbo y algo que se asemeje a un consenso social. Un país no aguanta el insulto y el conflicto permanente, más allá de los límites habituales en una democracia sólida.
10. La emoción nunca es buena consejera. No hay política sin emoción, como no hay fútbol sin entusiasmo. Sin embargo, vale la advertencia del Ministerio de Salud ante la costumbre de la bebida: “beba con moderación”. Así como es aburrido ver un partido con la flema de un lord inglés, tampoco se debe ir a la cancha dispuesto a tirarle botellazos al juez. El buen político sabe matizar el despertar de emociones en dosis adecuadas, con la frialdad para tener el tino político que le permita conducir a un país en paz, satisfacer a la gente en la medida de las posibilidades y conseguir avanzar con su agenda legislativa. Por eso, si bien el elector quiere siempre ganar a toda costa, la pregunta clave que hay que hacerse, en medio de la emoción electoral, es: “Si voto a alguien, ¿cómo espero que el país esté dentro de cuatro años y cómo esa persona me da ciertas garantías de salir del punto A actual al punto B deseado?”. Si la razón no consigue responder a esa pregunta, la decepción llega pronto, casi siempre. Al final, el presidente “revolucionario” queda rodeado apenas por los locos. Lo que pasó con Bolsonaro y su runfla impresentable es elocuente.
Empecé el artículo citando a Schopenhauer. Cerremos, con el mismo espíritu, con alguien más cercano, Tomás Eloy Martínez, con su reconocimiento de que “a nada se aferran tanto los hombres como a sus ilusiones”. Brasil aprendió duramente, una vez más, esa verdad, con el error cometido en 2019, al elegir a un personaje de opereta. Todo pasa, empezando por los cuatro años perdidos debido a errores colectivos garrafales.
Investigador de la Fundación Getúlio Vargas