Diego abría las puertas al paraíso y al infierno
Lo conocí en París cuando creó un sindicato de futbolistas, para defender sus derechos como trabajadores contra los intereses de los entes regulatorios que los explotaban. Causa noble cuya presentación convocó a la prensa internacional en un hotel cinco estrellas. Por azar o por destino, fui absorbida por el entorno. Crucé un umbral. Me vi transitando habitaciones en las que jóvenes desnudas languidecían entre sábanas blancas y hombres en calzones me entregaban un manojo de billetes para ir a comprar muñecas para las nenas. Fui enviada a una juguetería (abierta exclusivamente para mi asignatura); una vendedora me seguía con un cenicero mientras yo fumaba eligiendo vestiditos. El día siguiente el destino era un partido para recaudar fondos para niños huérfanos por el conflicto en Bosnia-Herzegovina; como nadie quería despertar a Diego, era más fácil cambiar el horario del vuelo privado. Un organizador desesperado lloraba por los pasillos preguntándose si su enorme negocio estaría por colapsar. Comencé a conocer los códigos; "se equivocó de kiosko"; "la plata siempre aparece" - mantras que oiría dirigidos a mi al poco tiempo, cuando quise concretar una nota pautada para una revista inglesa y Diego me anunció de mal modo, en público, que él estaba "peleado con los ingleses".
El acceso a Diego ha sido el trofeo más codiciado del campeonato que fue su vida. Los guardianes de ese acceso, conocidos como entorno, pueden variar, pero el modus operandi se mantuvo constante a lo largo de los 25 años que han transcurrido desde entonces, durante los cuales me ha tocado varias veces repetir el intento. Aprendí a negociar desde una posición más digna, a veces con éxito y otras sin, pero entendí muy temprano que si bien "el entorno da la cara", el poder lo tenía Diego.
Cuando vine a cubrir "La Noche del Diez" me tocó un especial que culminaría en la Bombonera. Había una serie de pulseritas y cartulinas de diferentes colores para acceder a los diversos sectores del estudio y luego al estadio (tribuna de público, escenario, backstage, césped). También había una credencial supervip "acceso a todas las áreas". De repente me crucé con Diego que llegaba para prueba de sonido. Me saludó muy correcto, acercándose a darme un beso a modo de ‘hola qué tal’, y seguimos cada uno en dirección contraria. Eso fue todo. Instantáneamente la actitud de todos los presentes hacia mi cambió. La misma persona que minutos antes me regateaba los brazaletes de a uno me entregó una caja de pases VIPS. Eso es el poder, pensé.
Diego abría las puertas al paraíso y al infierno, y las tenía abiertas también él. En el restaurante preferido de la Princesa Diana, en el paquetísimo barrio de Kensington en Londres, elegantes señores ingleses se acercaban tímidamente simplemente a decirle ‘gracias’ al pequeño volcán. En otra ocasión fuimos a un partido en el estadio de Chelsea, con entradas de cortesía de una marca de indumentaria deportiva. Al llegar una jovencita señaló que el protocolo requería saco y corbata para ingresar a ese sector. Diego estaba en remera y se brotó. Literalmente. Al grito de esto parece ‘la opera’ se negó a quedarse a ver el partido, a pesar de los muchos intentos por parte de todos los presentes por resolver la situación; altos ejecutivos de una discográfica le ofrecían su palco privado; otros le regalaban corbatas carísimas; todo el personal del club diciéndole que ‘por favor!’, que la joven era nueva en el puesto, pero que por supuesto Él podía entrar sin corbata. Pero Diego estaba cabreado, y cual mula decidida no iba a virar. Esa tarde noté que cuando se ponía así, su entorno no se acercaba a razonar o intentar calmarlo. ‘Dejalo, dejalo hasta que se le pase’.
Su encanto y su carisma siempre coexistieron con su bronca. Los medios de todo el mundo conspiraron para mantener su historia en primera plana, no siempre dispuestos a pagar el precio solicitado, pero sí satisfechos de lucrar con el contenido generado. Horas antes del incidente en Chelsea, había asistido a un pequeño torneo infantil en el que los chiquitos de Argentina perdieron su partido. Al verlo a él, se quebraron y sollozando decían "perdonanos, Diego." Él los abrazó con ternura, los besó en la cabeza, y les dijo: "No sean boludos! Saben cuántos partidos van a jugar y perder en la vida. Y cuántos van a ganar…"
Como musa, fue única. Un pantallazo de Diego, un instante, lograba un efecto multiplicador que generaba representaciones e interpretaciones elevadas a la N potencia. Tendría que haber una palabra matemática que describa este factor. Su visión panorámica y la rotación de su tobillo eran prácticamente de 360 grados, y aunque nunca lo vimos girar la cabeza como en el exorcista, pocos podemos dudar que seguramente era capaz.
Su físico privilegiado le confirió el don de poder jugar con el cero de la pelota y convertirse todo él en el símbolo infinito haciendo de ambos uno, y de nada todo. Su mente era parte de su cerebro/cuerpo y fuera de la cancha sus dotes no se modificaban. La felicidad llegaba a él y a todos nosotros a través del juego con la pelota, pero no es divisible ni distinguible del resto de su ser. No hay separación posible entre el yin y el yang de su tan humana contradicción, la grieta del mismísimo Diego fue insuperable para él, y tras su paso entre nosotros deberíamos honrar su existencia recordándolo en su totalidad. Aprendiendo de sus caídas para corregir donde él no pudo, intentando emular su vuelo a pesar de que sabemos perfectamente que es inalcanzable.