Diciembre, el mes inquietante
A veinte años de 2001, el último mes del año arrastra una aureola traumática que se agita también como un fanstasma
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La llegada de diciembre, antiguamente asociada en primer término con el sabor dulce, familiar y esperanzado de la Navidad y las vacaciones, precipita hoy en buena parte de la sociedad una posición de alerta, casi un reflejo. En el sabio mundo animal, la posición de alerta es una tensión psicofísica, una reacción nada caprichosa delante de cualquier luz amarilla. Ha sido muy estudiada por los etólogos: el animal está esperando que ocurra algo, desconoce si tiene que ocurrir pero sabe que ya ocurrió antes. Por las dudas se pone en guardia.
Más cargado de incertidumbre que otros, este diciembre se cumplen dos décadas de los disruptivos sucesos de 2001. Ese es el año que, pueda o no alguna vez replicarse, se ha usado para asustar, ardid que estrenó Néstor Kirchner durante la campaña electoral de 2005. Como remueve un trauma que la misma reiteración de la cita ayuda a mantener fresco, el fantasma del 2001 alcanza la eficacia persuasiva de una cruz blandida frente a un vampiro. Basta con menearlo para erizar.
La taxonomía inconclusa habla por sí sola de las dificultades de digestión de aquel colapso general. No abundan otros hitos históricos a los que se recuerde con la mención de su año a secas, elusión atribuible a la falta de acuerdo sobre una denominación que recuerde lo que pasó, no cuándo.
Desde ya, hablar de la caída de De la Rua parece insuficiente. De Juárez Celman en adelante cayeron un montón de presidentes, incluidos después de De la Rua los peronistas Rodríguez Saa (arrollado por la misma crisis) y Duhalde (quien en realidad no cayó pero se autoacortó medio año de mandato mediante un dibujo jurídico que, a costa de desfasar los mandatos legislativos, camufló el traspié). La implosión política, económica y social de hace veinte años, amasada en las elecciones de medio término (equivalentes a las del mes pasado) que perdió el gobierno de la Alianza y en las que se coló la bronca contra el sistema, junto a la treintena de muertos tuvo ingredientes tan dispares y sustanciales como la sepultura del uno a uno, los saqueos, la violencia callejera, la represión policial. Había hartazgo social mezclado con activismo golpista, dramáticos momentos de acefalía, bancos acorazados con chapas de acero que realzaban la impotencia de los ahorristas defraudados. Contratos rotos, redes quebradas, brutales transferencias de ingresos, consecuencias migratorias, una inconmensurable angustia colectiva. Angustia que, como en cualquier trauma, quedó grabada a fuego.
El peronismo, cuya extraordinaria destreza para construir relatos lamentablemente no alcanza en la gestión de la cosa pública las mismas marcas meritorias, resumió todo el 2001 bajo el ícono del helicóptero. Entendido como instrumento desertor de un De la Rua cobarde que huyó. Rara fuga de quien al día siguiente, aunque sea una anécdota, volvió a la Casa Rosada.
Tradiciones institucionalistas como la caballerosidad de los derrotados en las urnas en nuestro país son a veces burladas con facilidad, pero hay tradiciones de facto que por lo visto tienen mejor suerte y se consolidan. Diciembre se consagró para la memoria colectiva como el mes de los desbordes, particularmente saqueos, aunque en los hechos lo más frecuente no ha sido su ocurrencia sino el temor de que ocurran, que es algo distinto. Este mes importante para la espiritualidad ya traía una carga extra de estrés emocional, sea por la terminación del año, por ser hora de balances, por el ritual de los reencuentros familiares no siempre encantadores, por la eventual confrontación navideña con la propia soledad, lo que fuere. El agregado de lo que se podría llamar riesgo de conmoción social por motivos estacionales o evocativos sólo necesitaba para estandarizarse un empeoramiento progresivo de las condiciones socioeconómicas y eso fue lo que ocurrió. Con la mitad de la población en la pobreza, cada vez es más difícil diseccionar la intencionalidad de los saqueos, fenómenos complejos en los que la desigualdad auténtica no está exenta de manipulación política, de los grupos organizados y de la connivencia de policías y bandas delictivas.
Hubo recordados picos de tensión social bajo el segundo mandato de Cristina Kirchner. En 2012, cuando se hablaba de la década ganada, la ola de saqueos que hizo estragos en lugares tan alejados como San Fernando y Bariloche coincidió con las fechas de la dramática violencia callejera de 2001. Es fácil adivinar –o recordar- a quiénes culpó entonces el gobierno: a la oposición y “los medios derechistas”. En 2013 fueron los graves levantamientos policiales seguidos de saqueos.
Sin embargo, por aquella misma época Cristina Kirchner se refirió en una cadena a los sucesos de 2001 y admitió que una parte de la conmoción social había sido protagonizada entonces por grupos organizados del propio peronismo, explicación nunca profundizada ni mucho menos armonizada con el ícono monocausal del helicóptero.
Diciembre se consagró para la memoria colectiva como el mes de los desbordes, particularmente saqueos, aunque en los hechos lo más frecuente no ha sido su ocurrencia sino el temor de que ocurran, que es algo distinto.
Aparte de las definiciones que se esperan este mes con relación a las negociaciones de un acuerdo con el FMI y de sus consecuencias políticas, dentro de tres semanas, cuando el vigésimo aniversario motive pronunciamientos, manifestaciones y homenajes, ¿qué versión histórica prevalecerá? Acá no se trata de discutir si Belgrano fue más importante o no que San Martín, si Dorrego debe ser reivindicado o si las estatuas de Roca merecen una vida más apacible que la que les toca. El 2001 se supone que es el lugar al que no se quiere volver, un contramodelo contemporáneo que se parece a esos autos destrozados en accidentes presuntamente mortales que se encumbran en la entrada de algunos pueblos para persuadir a los automovilistas de manejar con prudencia.
Una de las cosas aprendidas en estos veinte años es que las agitaciones y los desbordes sociales no están ajustados en primer lugar a variaciones de los índices de pobreza sino a la eficacia de las redes de contención. Es común escuchar alguna clase de justificación de un potencial estallido social sobre la base de que en los barrios vulnerables la gente está muy mal. Sin embargo, no tiene demasiada lógica que las redes de contención, tanto del Estado como de la iglesia y de iniciativas privadas funcionen aceptablemente once meses del año y se desmadren en diciembre pocos días antes de la Navidad. Algo que solo encuentra explicación en patrocinios políticos.
A fuerza de muchos diciembres en paz, algún día tal vez logre ser erradicada la aureola traumática del mes que cierra el año.