Días nefastos en medio del idilio
Fue un encuentro fortuito en una encrucijada de nuestras vidas. Hubo un primer café, que habíamos planeado breve y formal, pero que derivó en una promisoria charla de cuatro horas. Siguieron otros cafés, chateábamos a diario y hablábamos mucho por teléfono. Salimos a menudo y nos encantaba conversar. Pero no estábamos con ánimo para cortejos. Pasaron así un par de semanas. Luego otras dos. Un miércoles a la noche salimos a comer y, cuando nos sentamos a la mesa, Marisol me preguntó:
-Viste que no me puse tacos, ¿no? Así no estoy demasiado alta.
-¿Demasiado alta para qué? -lancé, burlón, y nos reímos de ese equívoco que nos llevó de una amistad intranquila a un romance dichoso. No imaginaba lo que nos aguardaba un mes y medio después.
Empezó un domingo. Pasamos el día en Temaikèn. Paseamos, conversamos y en un momento nos sentamos a la vera de un lago con cisnes. Hay, de esa jornada, una última foto juntos. A mí se me nota extrañamente apaciguado. Marisol tiene su perpetua sonrisa nublada por algo.
Al atardecer emprendimos el regreso y se quedó dormida en el auto. "Será tanto sol," supuse.
A la noche llegó la fiebre. Al día siguiente persistía y llamamos a un médico, que le restó importancia al asunto y recetó un antipirético. Por la tarde, la temperatura había aumentado y empecé a alarmarme. Vino otro médico y le prescribió unos antibióticos. Tres horas después, Marisol empezó a delirar.
No esperé más. La subí al auto y conduje hasta el hospital. Tardaron 10 segundos en internarla, le suministraron suero y una batería de medicamentos y me dieron un tubito con su sangre para que lo llevara al laboratorio. Mientras recorría esos pasillos lúgubres a las 2 de la mañana, me pregunté en qué momento el idilio se había transformado en emergencia. Y todavía faltaba lo peor.
Cuando llegaron los resultados, un médico me explicó que sufría una infección renal que, ahora, había pasado a la sangre.
-¿Qué tan grave es? -quise saber.
-Cincuenta y cincuenta -respondió, con el tacto de una avalancha.
-¿Cincuenta y cincuenta de qué?
-Cincuenta por ciento de posibilidades de que sobreviva.
No sé qué hice. Posiblemente volví a sentarme junto a la cama, me aferré a su brazo y lloré. Recuerdo, sí, que sentí la rabia más pavorosa y la más honda desesperación. Dormité junto a ella. Ardía de fiebre. A veces recuperaba la conciencia y me decía que le dolía el brazo, por los pinchazos.
Al día siguiente hubo una leve mejoría, probó sin ganas la comida que le sirvieron y más tarde llevé otro tubito al mismo laboratorio. Las noticias no fueron buenas y modificaron la medicación. Volvieron el sopor y la inconsciencia y los momentos de lucidez afligida. "Quiero irme a casa", pronunciaba entonces, a duras penas, y me partía el alma.
Al tercer día vi que los médicos discutían en el pasillo, miraban hacia su cama y gesticulaban con pesimismo. Fue una jornada atroz de la que no daré más detalles. Esa noche no dormí. Le ponía la mano en la frente a cada rato y me quedaba mirándola. Recé muchas veces. Muchas veces. Cerca de las 6 de la mañana me dio la impresión de que la fiebre había cedido y me quedé dormido a su lado.
Me desperté como a las 8. Marisol me observaba con sus enormes ojos verdes. Me sonrió lentamente. Se pasó la lengua por labios antes de hablar, y dijo: "Tengo hambre". Era exactamente lo que quería oír.
Dos días después le dieron el alta. Cuando salimos se sentía débil, pero feliz, y caminamos morosamente hasta el auto, tomados del brazo. Noté algo entonces. El enamoramiento efervescente, rico en fantasmagorías y agasajos, se había desvanecido. En su lugar habitaba ahora el amor, que se siembra entre risas festivas y miradas embriagadoras, pero germina y arraiga en el fango, en la oscuridad, en las malas, en las pruebas brutales de la vida. Estos días se cumple más de una década de aquellos acontecimientos, y ese amor prevalece.