Días de ira en que reinan los extremos
Nada sería más negativo para nuestra democracia que una resurrección de la memoria hegemónica y los liderazgos prepotentes
La política volvió a la calle con estrépito en el mes de marzo. Estalló en el macrocentro porteño con protestas organizadas que se prolongan hacia la provincia de Buenos Aires de la mano del conflicto docente.
Estos episodios se repiten año tras año. No hay signo más lacerante de la declinación argentina que esta agónica destrucción de la educación pública. No hay signo más dañino de la incapacidad de gobernantes y gremios para pactar reformas de fondo que la recurrente inclinación a tomar como rehenes de este desatino histórico a los chicos más pobres de nuestra sociedad (y son legión).
Nuestra declinación está pues a la vista. Invade los espacios comunes en los cuales la pobreza se naturaliza y es componente habitual del paisaje urbano, y también invade el espacio político: en una nación declinante, la dialéctica gobierno-oposición se agrava sin dar respiro. Las demandas a favor de una modificación de este estado de cosas son, por consiguiente, urgentes; las respuestas que se van intentando son, en cambio, mucho más lentas.
La razón que explica esta contradicción deriva de otra contradicción más profunda. Desde hace más de treinta años nuestra democracia no ha podido resolver un conflicto entre dos legitimidades: por una lado, el proyecto, aún inconcluso, de poner en pie una democracia republicana, atenta al valor de las reglas institucionales y al respeto que merece la alternancia pacífica en el ejercicio del poder; por otro, la realidad más tangible de una democracia concebida como instrumento del ejercicio hegemónico del poder y de la subordinación de las reglas a dicho designio.
El choque entre estas dos legitimidades no sólo se dirime mediante el ejercicio del régimen representativo; lo hace en cuanto escenario se presenta para cuestionar el título que los gobernantes adquieren en los comicios. Por este motivo, se hace carne la idea de que la multitud, congregada en plazas y avenidas (mucho más reducida que un padrón electoral), es una muestra palmaria de la voluntad del pueblo. Para esta concepción, la democracia consiste en una mezcla táctica de representación y de una contestación directa que enarbola consignas y reproduce dirigencias de larga duración (el caso más obvio es el de la dirigencia sindical).
Este disenso se hace más acuciante si echamos una mirada sobre un contexto minado por la desigualdad y la corrupción. Estos componentes se expanden hoy por el mundo, pero entre nosotros tienen la peculiaridad de que las soluciones y sanciones posibles de ambos flagelos marchan a paso lento, en contraste con la velocidad que acompaña las movilizaciones directas y los procesos electorales.
Parece difícil encarar políticas de desarrollo económico y de distribución del ingreso sin la asistencia de acuerdos duraderos sobre aspectos cruciales que atañen a la estructura del Estado y al desenvolvimiento de la sociedad civil (lo que Macri comprobó en Holanda). En su lugar nos atenaza el impulso hegemónico para imponer políticas que fracasan o, en su defecto, el afán por proceder sin tener en cuenta los efectos de las decisiones. En ambas circunstancias, siempre se despliega la pasión de impedir y bloquear proyectos. Se reproduce de este modo una variable de ajuste que acrecienta la pobreza y la exclusión social.
Según esta perspectiva, el "ajuste" del que tanto se habla no es obra de un gobierno en particular. Es, más bien, la consecuencia de frustraciones acumuladas y de una propensión a sobrevivir sin que valgan las reglas comunes de políticas de largo plazo. Antes que perseguir el objetivo de la reconstrucción, es más sencillo dedicarse a derribar gobiernos. Para esto todo vale: la negación del título legítimo para gobernar que llega envuelta por la exaltación de la violencia del pasado y por la memoria de gobiernos derrocados antes de concluir su mandato. Perversa retórica del helicóptero.
A estas actitudes se suma la presencia de la corrupción en los estrados judiciales. Como es sabido, se expurga la corrupción mediante sanciones judiciales. Pero estos procesos son lentos, engorrosos y avanzan a ritmo de carreta cuando las movilizaciones, los comicios primarios y las elecciones intermedias lo hacen, insistimos, a la velocidad de un jet.
Este contrapunto temporal es decisivo, en especial cuando la experiencia nos muestra que las elecciones intermedias han sido un factor más importante para vetar políticas y derrotar oficialismos (por ejemplo, en 1987, 1997, 2001, 2009 y 2013), que para reforzar la gobernabilidad. De aquí la intensidad que conmueve a los actores de este proceso electoral. No solamente está en juego la gobernabilidad a futuro, aun cuando no varíe sustancialmente la distribución de bancas en el Congreso; también están en juego los procesos judiciales, siempre atentos a los vaivenes políticos, que hoy comprometen las cabezas del anterior gobierno.
De este modo, para quienes ven cercano un proceso judicial, estas elecciones intermedias se transforman en un trofeo para adquirir la protección de no ir presos gracias a los fueros parlamentarios. La democracia desemboca así en una carrera cuya meta consiste en conquistar privilegios. Con esto, esos diputados y senadores, si son elegidos, pervierten el principio de igualdad de toda la ciudadanía.
Así se va formando una trama opaca en la que intervienen la recesión económica de un quinquenio, la inseguridad de la vida, la memoria de los gobiernos inconclusos gracias al poder de la calle, los juicios que ahora suscita la corrupción de la administración kirchnerista, la disputa por el liderazgo en el vasto mundo peronista, las demandas corporativas de sindicatos, organizaciones sociales e intereses empresarios, y una estructura federal que sigue reproduciendo hegemonías en provincias y municipios. Por eso se combate con tanta virulencia la excepción que plantea María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires.
En principio éste es el cuadro de una radical heterogeneidad. En otro nivel éste es, sin embargo, el producto de un país político que no frena la declinación y no consolida una legitimidad que comparta un núcleo de políticas de Estado y acate una regla de sucesión.
En este sentido el papel de los partidos y de las coaliciones es fundamental. El oficialismo de Cambiemos hace lo suyo en medio de errores (algunos gruesos) y rectificaciones, soportando su condición minoritaria en el Congreso y provincias, y una herencia que no denunció de entrada diciendo la verdad. Practicando el saludable estilo de un gobierno abierto, Cambiemos es una coalición electoral y legislativa que debe forjar -asunto pendiente- una efectiva coalición de gobierno para concentrar al máximo los recursos políticos disponibles ante la arremetida de los contrarios.
Por su parte, las oposiciones peronistas siguen trabadas entre el cuestionamiento a todo trance del kirchnerismo a la legitimidad del Gobierno y una reconstrucción republicana aún incipiente. Nada sería más negativo para el futuro de nuestra democracia y de una economía sustentable que una resurrección en sus filas de la memoria hegemónica y los liderazgos prepotentes. Por tanto, la campaña electoral de este año debería tener en mira no una sino dos victorias: la victoria del oficialismo y la victoria de los moderados en el seno del justicialismo. Ninguna está garantizada en estos días de ira en que la manifestación del sábado contrarrestó el control de la calle que pretenden las oposiciones extremas.