¿Diálogo, grieta? No, es neurociencia
No estamos hablando de un debate enérgico o de una discusión fuerte. Hablamos de argumentos ad hominem, gritos, descalificaciones, ironías, agravios, campañas de desprestigio. Y más importante que nada, mentiras. Los ciudadanos escuchamos a diario qué forma de intercambiar ideas y opiniones eligen muchos de quienes tienen o tendrán la oportunidad de liderar al país
La neurociencia revela que el cerebro humano funciona basado en intuición y no en la razón y por sesgos y no evidencias. Estos mecanismos hacen imposible un diálogo y esto es lo que a su vez genera una grieta.
La razón es esclava de las pasiones, decía Hume. Nuestro cerebro no está diseñado para escuchar razones. La razón no actúa en forma imparcial para que, luego de evaluar evidencia, nos permita llegar a la sabiduría. El objetivo de la razón es justificar nuestros actos y juicios sobre otros. La razón se desarrolló para ayudarnos a competir por un status superior pero no para aprender. Por lo que, si queremos convencer a alguien, tenemos que apelar a la parte intuitiva del otro que es lo que manda sobre la razón. El psicólogo estadounidense Jonathan Haidt con diferentes experimentos ha mostrado cómo factores culturales de muy profundo arraigo son los que tallan en granito nuestras personalidades, incluida la ideología. El título de uno de sus libros es “La mente justa: por qué buenas personas están divididas por la política y la religión”. Y el mensaje es claro, no debemos apoyarnos en la “razón” para convencernos de que un argumento es más válido que otro. Haidt dice que la gente se agrupa en movimientos políticos que comparten una narrativa moral específica. Jamás se podrá decir al otro que está equivocado y la única oportunidad para un diálogo fructífero es la empatía, no fácil de lograr cuando hay una separación moral entre individuos.
El reconocido neurocientífico Antonio Damasio probó cómo personas que tenían dañado el circuito cerebral de las emociones no podían tomar decisiones, aunque los centros de la racionalidad estuviesen intactos. Es decir que las emociones preceden a la razón cuando tomamos una decisión. Algunos argumentan que el razonamiento evolucionó no para hacernos encontrar la verdad sino para generar discusiones, persuasión y manipulación de otros.
Las personas tomamos posiciones, casi invariablemente, con información limitada. Escuchamos parte de una historia y nuestro cerebro definirá rápidamente si debe inclinarse a favor o en contra. Y esto es seguido por la defensa empedernida de la posición que hemos tomado. No habrá evidencia posible que nos pueda convencer de que lo que hemos decidido aceptar sea erróneo.
Y a esto aportó el premio Nobel de Economía -uno de los pocos psicólogos que lo ha ganado- Daniel Kahneman con el concepto de sesgo de confirmación que lleva a la gente a aceptar fácilmente todo lo que sostenga sus ideas y a rechazar cualquier versión que las contradiga. Los estudios de Kahneman muestran que tendemos a pensar que los hechos y evidencias están equivocados, pero no a cambiar nuestra hipótesis. Cada argumento que escuchemos en contra o a favor de nuestra ideología, pensamiento o posición tomada, será transformado para que de una forma u otra sostenga nuestra verdad. Esto ocurre con la intención de eliminar ambigüedad de nuestros pensamientos, pero solo nos lleva a conclusiones irracionales, erróneas y muchas veces no éticas. Mientras más poder acumule una persona, mayor será su autovaloración y mayor también su riesgo de caer en el sesgo de confirmación.
Todo lo anterior sostiene que no es posible dialogar y siempre habrá grieta con quienes profesan ideología o militancia. Tampoco influyen estos mecanismos cerebrales en quienes son mentirosos, deshonestos y corruptos.
Se cita frecuentemente que “necesitamos un pacto de la Moncloa”. Franco murió en 1975 y el rey Juan Carlos eligió a Adolfo Suárez como presidente quien convocó en 1977 las primeras elecciones democráticas en una España con serios problemas económicos. En este pacto, políticos -de derecha e izquierda-, sindicalistas y representantes sociales se comprometieron a seguir un programa político y económico para el beneficio de todos. Pero para lograrlo, y sin saberlo, los españoles consiguieron controlar la inclinación natural de nuestro cerebro hacia conductas que impiden cualquier tipo de acuerdo racional.
La Argentina es un barco a la deriva. No uno que se hunde. Y solo tiene un pequeño motor que, con la carga actual, no puede hacerla navegar. ¿Estamos todos dispuestos a deshacernos de muchas de nuestras pertenencias para alivianar la carga y que así el barco pueda navegar y retomar el rumbo? Esta es la pregunta que todos debemos hacernos.
Si la grieta existe y el diálogo no es posible, ¿hay solución? Probablemente la única opción es negociar. Y esto implica ceder, hacer concesiones. Sin un acuerdo negociado entre todas las partes, dejando de lado los sesgos y entendiendo que la razón no es la que gobierna nuestras decisiones, la Argentina seguirá a la deriva.