Diálogo de sordos
Los amantes de la historia de la vida cotidiana probablemente encuentren en la serie Outlander (Extranjera), situada en la Escocia de hace más de 200 años, una de las recreaciones más verosímiles de cómo ésta transcurría en esas épocas lejanas. Tanto en la vestimenta, como en la comida, los partos y, por supuesto, el cuidado de la salud en general, la fidelidad en los detalles sorprende.
“¡Qué hermosa piel! –le dice a la protagonista su “ama de llaves” y cocinera, mientras la ayuda a lavarse con un balde de agua helada–. Nunca había visto a una mujer de más de diez años sin marcas de heridas o enfermedades”. En esas épocas, el médico o curandero apenas podía aplicar tradiciones pasadas de generación en generación que no se distinguían mucho de supercherías y creencias bizarras.
Ahora que estamos en el siglo de los viajes espaciales, las computadoras, los robots y la revolución de la minería de datos, eso ya no ocurre… ¿no es cierto? Tanto los tratamientos médicos como las políticas públicas deberían basarse en la mejor evidencia disponible; sin embargo, parte de los errores cometidos durante la pandemia surgieron de una “ensalada” de malentendidos y un diálogo de sordos entre médicos, políticos y científicos.
Un trabajo que firman K.Randall, E. T. Ewing, L. C. Marr, J. L. Jiménez y L. Bourouiba analiza el que podría considerarse uno de los graves pasos en falso que impulsó la propagación del SARS-CoV-2 en Occidente: el de sostener que el patógeno no permanecía en el aire y solo se transmitía por gotitas “balísticas” de más de cinco micrones que se expulsaban al toser o estornudar, y no recorrían más de un metro y medio, o dos de distancia antes de caer por acción de la gravedad.
Surgió precisamente de un equívoco que se originó en el siglo XIX, cuando se creía que las infecciones respiratorias se originaban en “miasmas” o “malos aires”, sin identificar agente causal alguno. Hacia el final del 1800, Carl Flügge y sus asistentes de Breslau, Alemania, estudiaron muy detalladamente la transmisión de la tuberculosis y reconocieron el papel de “gotitas” (sin especificar su tamaño), e hicieron recomendaciones acerca de la distancia que debía mantenerse y de la duración de la exposición. Pero a medida que sus observaciones ganaron aceptación a comienzos del siglo XX, se descartó de plano la posibilidad de la transmisión aérea.Los científicos reconstruyen el camino serpenteante que siguieron las investigaciones acerca del contagio de las enfermedades respiratorias y muestran cómo, a lo largo de décadas, se realizaron numerosas observaciones y experimentos, pero sanitaristas y epidemiólogos entronizaron la visión de que la única ruta relevante de transmisión eran gotitas y “fomites” (superficies contaminadas).
Otra confusión fue la que rodeó el tamaño de las dichosas gotitas que pueden mantenerse suspendidas en el aire (se estableció un diámetro de cinco micrones) y la distancia a la que podían ser transportadas.Tanto la OMS como los Centros de Control Epidemiológico de los Estados Unidos (CDC) lo aceptaron sin respaldo experimental y lo volcaron en sus indicaciones de prevención.Científicos de varias disciplinas discutieron estas medidas, pero sus argumentos y pruebas fueron rechazadas durante meses. Ya en julio del año pasado, 239 investigadores dirigieron una carta a las autoridades de los organismos internacionales de salud pidiendo que se revisen estas nociones y se tome en serio el contagio por inhalación de aerosoles. En su misiva insistían en que el virus va por el aire y la transmisión por superficies es muy poco probable, pero solo hace algunas semanas ambos organismos lo incorporaron a sus recomendaciones.
Aunque sorprenda, todavía tradiciones y prejuicios desplazan a la ciencia a la hora de tomar decisiones que nos afectan a todos. Como si tuvieran vigencia algunos de los personajes de Outlander.