Día Mundial del Agua: las lecciones de la escasez
No hay recurso más crítico, y sin embargo seguimos derrochándolo; pero eso tiene solución
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Según la Organización Mundial de la Salud, 2200 millones de personas en el mundo no tienen acceso a los servicios de agua administrados de forma segura. Dicho en criollo, eso a lo que no le prestamos atención toda vez que abrimos el grifo o usamos el retrete. Una de cada tres personas. Inconcebible.
Recuerdo que en mi infancia, cuando vivíamos en el campo, el agua se sacaba de un pozo y mi madre la hervía siempre que la usábamos para beber. Medio siglo después, cuando me mudé al norte del conurbano bonaerense, a solo 50 kilómetros del Congreso de la Nación, el agua potable provenía de una planta rudimentaria que cada tanto nos dejaba sin provisión. Supongo que no hace falta decir que, aún así, era un lujo, en comparación con la pesadilla que viven muchos de nuestros compatriotas. De todas las deudas que nuestro país ha contraído en su historia, la del agua es una de las más horrendas e inexcusables.
Lujo o no, la escasez que padecimos al principio (un par de años después, nos conectaron a Aysa) me enseñó algo. Declarar el Día Mundial del Agua, como hizo Naciones Unidas en 1993, es una buena idea. Sirve para crear consciencia sobre un drama que, francamente, a esta altura del partido, ya deberíamos haber despachado. Pero pocas circunstancias más aleccionadoras que quedarse de verdad sin agua.
Solo entonces advertí la desenfadada facilidad con que la derrochamos. No es maldad. Casi nunca estas cosas se originan en la maldad. Es que en las grandes ciudades se vive en una suerte de fantasía. Inevitable, pero fantasía al fin. Las berenjenas se consiguen en un comercio, no se sacan de una planta. Apretás un botón y tenés luz. Abrís la hornalla y hay gas. Girás una llave y sale agua. Caliente y potable.
Pero no es así en todos lados. En el campo, el agua salía de un pozo, la leche venía en un carro (uno de nuestros perros se peleaba concienzudamente con los caballos del lechero), los huevos se sacaban del gallinero y en verano solía empacharme de fruta, recostado en una de las ramas del ciruelo dadivoso.
Todo lo que necesitamos para vivir viene de alguna fuente, y producirlo, mantenerlo y distribuirlo cuesta trabajo. A la vuelta de los años, recién mudado de la gran ciudad a nuestra nueva casa en esta zona semirural, descubrí, después del primer corte de agua, qué poca importancia le damos al recurso más vital y crítico de todos. Me puse entonces en campaña para cuidarla como si fuera oro. Qué digo. De nada vale el oro cuando te falta agua para beber.
Sé que no resuelve el problema de fondo, pero es una contribución. Por ejemplo, aquí no hemos instalado riego. El suelo retiene mucho la humedad, de modo que solo después de seis meses de sequía hace falta aportar un poco de agua al suelo. Por esa misma razón dejé el pasto nativo, que no es el más bonito, pero sus raíces potentes y hondas lo vuelven inmune a las sequías.
No quiero olvidarme de los básicos: ducharse rápido, no dejar la canilla abierta al lavarse los dientes o afeitarse, y estar atentos al goteo. Según el Servicio Geológico de Estados Unidos, una canilla que gotea desperdicia tres litros de agua por día, aunque puede ascender a 21, si ese grifo gotea una vez por segundo. Grifo o lo que sea. No parece mucho (hasta que no tenés ni medio litro para lavarte las manos), pero en un año alcanzaría para bañarse 40 veces.
Cosas de las que me arrepiento por no haber experimentado antes esta escasez: no haber creado reservas de agua de lluvia más elaboradas que las que tengo hoy y no haber tomado en consideración que los aires acondicionados y la condensación producen una gran cantidad de agua buena. Tengo una menta que vive de esa provisión, y está feliz.
El lunes fue el Día Mundial del Agua. ¿Querés de verdad celebrarlo? Hacé una prueba. Es simple. Tratá de pasar un día sin agua. Sin agua del todo. Ni potable ni de otra clase. Vas a ver cómo se te aclara todo.