Día de las infancias: celebrando a la generación Alfa
El alfabeto latino se agota en la Z. Por eso debemos acudir al griego para expresar el cambio de época y designar una nueva cohorte de seres humanos: la generación Alfa. Aunque sabemos que toda tipificación entraña un reduccionismo, el ejercicio de identificación y caracterización supone ya una toma de conciencia, algún grado de registro de la materia en cuestión. Así sucede cuando hablamos de infancias y fijamos nuestra atención en las niñas y los niños de hoy, hijos de una cultura cruzada por la digitalización y la expansión de la inteligencia artificial.
Es un dato de la realidad que los miembros de la generación Alfa juegan diferente, aprenden diferente e interactúan de diferente manera. Esta divergencia, sumada a que todavía son pequeños, explica por qué los atributos del conjunto no han sido acabadamente teorizados. Sin embargo, en un plano quizá más superficial las descripciones abundan: que son solitarios, que viven a través de su smartphone, que socializan solo por redes, que su aspiracional es convertirse en influencers, youtubers o gamers. Suelen escucharse sentencias ligeras, del tipo de “estarán expuestos a las tecnologías como nunca”. Lo cierto es que se espera que las experiencias conectivas evolucionen con velocidad y emerjan propuestas innovadoras en entornos en constante disrupción, donde lo físico y lo digital se unan y consoliden en una sola vivencia.
A esta altura vale remarcar que cada generación se inserta en un contexto de época tecnológicamente configurado.
“Tecnología es todo aquello que no existía cuando naciste”, dijo Alan Kay. Está claro que, para el informático estadounidense, el punto de referencia del cambio tecnológico es cada persona que viene a la vida en un momento histórico particular, para situarse en un ambiente desde el cual todo lo demás cobra sentido. Porque esa forma peculiar de estar en el mundo es constitutiva del nuevo ser. De ahí que, en los albores del período correspondiente a la flamante generación Alfa -comienzos de la década pasada-, el filósofo francés Michel Serres escribiera que los jóvenes ya no habitaban el mismo espacio, ni tenían la misma cabeza.
Para madres y padres puede tornarse un desvelo imaginar lo que vendrá, qué escenarios poblarán sus hijos, qué lugares transitarán, en torno a qué tareas construirán sus proyectos, cómo será su futuro. En cada caso, el ritmo acelerado de la transformación coloca a las figuras parentales ante prospecciones que contienen un alto margen de error. Y esa incertidumbre pesa y paraliza.
En este panorama, rescatar lo que subyace parece ser una vía razonable a la hora de educar. Sin corrernos del rol parental frente a infancias con necesidades tan distintas en apariencia, pero tan iguales en esencia. Porque, en definitiva, los problemas contemporáneos, al ser desmontados, remiten a los grandes problemas de siempre. Porque refieren a nuestra humanidad. De modo tal que, si apuntamos con intencionalidad a formar buenas personas, el desarrollo de hábitos positivos seguirá siendo central y las viejas recetas, aun con condimentos modernos, continuarán vigentes.
Una base sólida en valores, una disposición empática que habilite la apertura y la llegada al otro, un principio de actividad que favorezca los aprendizajes y un conocimiento de sí que abra paso a la autorregulación para una sana convivencia.
En tiempos de dispersión y fragmentación, de sensibilización y asombro frente a lo diverso, celebremos a la generación Alfa con la mirada puesta en lo que permanece.
Docente e investigadora, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral