La deuda, hija del déficit fiscal
La deuda pública es hija del déficit fiscal. Si no hubiera déficit, no habría deuda. Como el dinero es fungible (impuestos, donaciones, deudas, va todo a la misma bolsa), los pesos -o dólares- que entran por un crédito van a financiar puentes, rutas, jubilaciones, asesores, ñoquis, provincias, tarifas subsidiadas, empresas públicas de bandera, asignaciones por hijo, universidades, jubilaciones de privilegio retroactivas, hospitales, municipios, maestros, expropiaciones de cerealeras, subsidios al hipódromo, enfermeros, obras sociales sindicales, policías, intereses de deuda anterior. El cambalache del gasto público. Ordénelos desde la Biblia hacia el calefón -o al revés, si es agnóstico-, y lo que quede al final de la lista -el gasto más superfluo- es lo que financia la deuda. O lo que habría que recortar si no hubiera deuda.
Si la deuda es la consecuencia, el déficit es el origen. ¿Se genera cuando se firma el pagaré o cuando se gasta más de lo que ingresa? El gasto tiene inercia asimétrica: sube rápido porque gastar es simpático, baja lento porque ajustar es impopular. Intente remover una baldosa del gasto público: siempre encontrará un beneficiario aferrado que resiste el movimiento. A veces como derechos legítimos, otras como privilegios disfrazados, al menos para un país con 35% de pobreza promedio desde hace tres décadas. Bastante ruidoso el debate público que pretende conformar a un espectador medio que disocia en parte su rol como destinatario y financiador del gasto público: un estudio que la Provincia de Buenos Aires encargó a la Universidad de La Plata revela que el 80% de las familias espera una reducción de impuestos en sus hogares… ¡y que el 60% anhela recibir más bienes y servicios públicos!
La deuda de hoy es el déficit de ayer. Subió poco entre 2007 y 2011: naturalmente, porque empezó en 2007 con un superávit del 2,8% del PBI que se deterioró gradualmente hasta que en 2011 registró un primer déficit de 0,5% del PBI (a pesar de crecer a tasas chinas, el gasto público aumentó 6% real en año reelectoral). La deuda trepó un 22% entre 2011 y 2015, pues desde 2012 el déficit siguió creciendo hasta alcanzar 3,8% del PBI en 2015: sin crédito voluntario por el default, el Estado colocó deuda a la Anses (o sea, a los jubilados, previa expropiación de las AFJP) y al Banco Central (o sea, al que respalda a los tenedores de pesos que después fugan por desconfianza) a cambio de US$ 35.000 millones de reservas.
Un estudio que la Provincia de Buenos Aires encargó a la Universidad de La Plata revela que el 80% de las familias espera una reducción de impuestos en sus hogares… ¡y que el 60% anhela recibir más bienes y servicios públicos!
A fines de 2015 el desafío fiscal era exigente: un déficit registrado de 3,8% del PBI, que en rigor se estiraba a un inercial de 5,7% del PBI (pues la estadística oficial no computaba 0,7% del PBI de gastos no registrados, 0,3% del PBI de impuestos anticipados en compra de dólares con cepo y 0,9% del PBI del fallo de la Corte de devolución de Ganancias a provincias). Por demérito o imposibilidad política (sin mayoría en un Congreso que define el déficit y deuda vía ley de Presupuesto), el déficit no bajó en 2016-2017. Si no hubiera habido déficit en 2015 (extendido en 2016-2017), no habría aumentado la deuda. ¿Podría haberse hecho otra cosa? Sí. Bajar el déficit antes. ¿Ajuste? Llámelo como quiera, pero elija su crítica: deuda o ajuste. Una de las dos, no va.
Por mérito o imposibilidad financiera (falta de crédito voluntario), el déficit primario bajó drásticamente en 2018-2019: hasta 0,4% del PBI en 2019. A esta altura no sorprende que la deuda volviera a estabilizarse en ese bienio (el préstamo del Fondo Monetario se destinó a cancelar deuda más cara y más corta), sentándose bases para que no tuviera que crecer en el gobierno siguiente.
En lugar de solemnes declaraciones reclamando sentido común a los acreedores, compasión a las iglesias, hoguera a los mercados (a quienes antes y después les vamos a pedir crédito voluntario), deberíamos procurar consensos respecto al equilibrio fiscal. Odiamos la deuda, pero como en el Antón Pirulero, a la hora de gastar cada cual atiende su juego: jurisdicciones que reclaman fondos, empresas que reclaman créditos subsidiados, sectores que piden exenciones impositivas; gremios, obras sociales sindicales… Como en el juego de la oca: vuelva al primer párrafo.
Odiamos la deuda, pero como en el Antón Pirulero, a la hora de gastar cada cual atiende su juego
Como ejercicio de autoindulgencia colectiva, a la hora de rastrear el origen genético de la deuda son atractivos los relatos de piratas: identificar fugadores con parche en el ojo promete eximir al resto de la tripulación. ¿La deuda es para financiar fuga? No. Pueden ser contemporáneos (como en 2011-2015 y 2016-2019), pero correlación no es causalidad. Puede haber fuga sin deuda, y deuda sin fuga. La llamada "fuga" de capitales (dolarizar activos y sacarlos del sistema, al exterior o al colchón) es consecuencia de la desconfianza en el peso como instrumento de ahorro licuado por inflación, y en el sistema bancario por antecedentes remotos de expropiación (corralito, plan Bonex) o un Banco Central con pocas reservas. Ocurrió en los últimos tres gobiernos. También en buena parte de los 40 años previos y en los últimos seis meses, aun reprimido por el cepo. ¿Puede discutirse el régimen de movilidad de capitales prudente para un país cuya credibilidad no depende solo del gobierno de turno, sino de un pasado de confiscaciones e incumplimientos y, sobre todo, del futuro que excede un mandato presidencial? Sí. Con la historia argentina, la prioridad de cualquier régimen macroeconómico es evitar una próxima crisis, aun a costa de menor crecimiento presente. ¿Eso significa que el cepo es inexorable? No. Solo puede ser un instrumento transitorio para evitar una volatilidad puntual, ningún país puede desarrollarse con cepo. Pero entre el cepo actual y la libre movilidad de capitales hay un océano, no un arroyo.
Para la post-pandemia, casi como un acto reflejo se plantea un eslogan inspirado en alguna ilusión popular (80% de menos impuestos, 60% de más bienes públicos) y evidencia fragmentada que oficie de aval internacional: el sistema de salud alemán, la ciencia israelí, el Estado de bienestar sueco (ahora en desgracia, pero volverá cuando convenga), es decir "más Estado". Podría ser. Aunque el punto de partida está complicado: el gasto público consolidado ya excede el 42% del producto, y aun con presión impositiva récord y un contribuyente -al que también llamamos votante, ciudadano o vecino, según la ocasión- reacio a tolerar más impuestos, el déficit primario apunta al 7% del PBI en 2020 (sin ninguna estimación oficial de cuánto será transitorio -por la pandemia- y cuánto permanente). Debería planificarse si el aumento del Estado se va a financiar con más impuestos, emisión (es decir, inflación) o…. ¡deuda! El déficit de hoy es la deuda de mañana.
Entre los programas post-pandemia, aparecen -por ejemplo- borradores sobre un presunto ingreso universal. Se anuncian unos tres millones de beneficiarios y se ve entusiasmo con las fotos del reparto. No es una idea absurda ni original; hace rato se debate en países capitalistas más avanzados. Lo extraño es la respuesta a una pregunta elemental: "¿Costo fiscal? Aún no lo hemos estimado", como si los recursos brotaran de un manantial natural. Si esto fuera WhatsApp, acá iría una carita de sorpresa.
Exministro de Economía de la Nación y de la provincia de Buenos Aires