Detroit. Gloria y apocalipsis del capitalismo
La ciudad del apogeo industrial hoy sobrevive en los restos de su edad de oro
Es probable que todas las ciudades norteamericanas tengan ejemplos convincentes de la verdad de la síntesis que Joseph A. Schumpeter hizo sobre el capitalismo como un proceso indetenible y creciente de construcción-destrucción de bienes, empresas, organizaciones. Tal vez sea el caso de Detroit, capital de la industria automovilística, el más claro de semejante dialéctica.
En una escala menor que la de Chicago, Detroit contiene un museo al aire libre de la arquitectura moderna y los estilos del último siglo, desde el edificio de la compañía Ford, inaugurado en 1909, bello modelo de los primeros rascacielos de hierro, hormigón y vidrio, hasta el Renaissance Center, terminado en 1981, con sus superficies curvas y continuas de cristales coloridos, o el One Detroit Center de 1993, cuyo perfil superior recorta una cita del art déco contra el cielo.
Este estilo de los años 20 parece haber tenido dos de sus cimas en el palacio The Guardian, concebido a manera de una "catedral de las finanzas", aunque decorado con elementos de la arquitectura maya, y en el Penobscot Building, llamado así en homenaje a un pueblo aborigen que habitó el actual territorio de Maine. Luce todavía espléndida la escultura de un jefe penobscot sobre la clave del arco principal en la fachada, a modo de homenaje algo cínico a una bravura ya extinguida en 1928.
La crisis de 1929 afectó, por supuesto, la prosperidad de Detroit pero, merced a la recuperación de la industria que produjo el anudamiento de vínculos con la producción de armamentos, la ciudad volvió a ser pronto un motor del desarrollo en los EE.UU. Basta recolectar información durante la caminata por el downtown para percatarse de que las décadas de los 70 y los 80 fueron los años en que la crisis del fordismo, acosado por la expansión de la industria japonesa del automóvil y de los electrodomésticos, arrastró el espacio urbano de Detroit hacia una etapa de desplome semejante a la prevista por Schumpeter para los ciclos generales del capitalismo. Desocupación, abandono de los domicilios, inseguridad se convirtieron en flagelos que afectaron barrios extensos de las clases medias. Un alcalde famoso de Detroit, el afroamericano Coleman Young, procuró detener la decadencia mediante políticas intervencionistas inspiradas en el antiguo espíritu del New Deal. En el posmodernismo arquitectónico y en el nombre propio del Renaissance Center, nueva sede de la General Motors, se advertía el propósito de iniciar un período de recuperación de la riqueza de Detroit.
Pero los síntomas actuales no son alentadores. La sangría de la población hacia urbanizaciones satélites no se ha frenado; el número de contribuyentes descendió a cotas catastróficas y la ciudad fue declarada en quiebra en julio de 2013. En noviembre de 2014, el juez Rhodes, a cargo de la quiebra, permitió que el Estado de Michigan y varios benefactores privados concurriesen en ayuda del municipio para evitar que la colección del Detroit Institute of Arts fuese vendida con el fin de pagar las deudas.
Vaivenes de la burguesía
El museo de marras es simplemente magnífico. En principio, contiene el llamado Patio Diego Rivera, que el artista mexicano cubrió con frescos de la más alta calidad técnica e iconográfica entre los años 1932-1933. Encargado por la familia Ford, el ciclo despliega alegorías y representaciones de las formas del trabajo humano, sobre todo en el horizonte de la producción fabril moderna -la automotriz, la farmacéutica, la química, proveedora tanto de sustancias bienhechoras cuanto de gases venenosos- y las empresas anexas, de las plantaciones de caucho en el Amazonas a la fabricación de naves y aviones militares. El retrato del capitalismo que se desprende de esos muros recuerda las contradicciones inherentes del sistema a las que Marx y Engels rindieron un tributo de entusiasmo y de horror en el Manifiesto de 1848: por un lado, sus conquistas inigualadas de las fuerzas de la naturaleza, puestas a disposición de la humanidad; por el otro, el sometimiento de los trabajadores a condiciones económico-sociales de alienación pocas veces vistas hasta entonces. Rindamos homenaje a la destreza y a la poética del pintor, pero también a la inteligencia de sus comitentes, los Ford, quienes aceptaron sin pestañear la crítica de Rivera.
Claro que, en el Instituto de Detroit, quedamos estupefactos ante ciertas piezas únicas del arte universal. Están allí: la tablita del San Jerónimo en el estudio, obra de Jan van Eyck donde se dibujó por primera vez la figura de un humanista del Renacimiento, rodeado por sus libros; la Danza en las bodas que, si bien fue pintada por Brueghel el Viejo en un tono de burla contra el desenfreno campesino, exuda una alegría contagiosa nacida del movimiento de las formas en la superficie entera del cuadro; la personificación de la Musa de la pintura, realizada por Veronese a partir de una serie de contrastes cromáticos que declaran por sí mismos, mediante su brillo y su audacia, la gloria del arte simbolizada por la muchacha; una tela grande, en la que el norteamericano Frederic Church ensayó un deslizamiento de la belleza del paisaje hacia la puesta en acto de lo sublime, vista panorámica del Cotopaxi en erupción que llevó a su acmé el tema del volcán en la pintura moderna.
Tales obras podrían componer un relato en imágenes de los vaivenes intelectuales de la burguesía, su primer proyecto civilizatorio en el Renacimiento, su crítica de la cultura popular, su deslumbramiento con los destellos de la vida aristocrática en Venecia, su apetito de conocimiento y de posesión del mundo en el siglo XIX (La lecciones de José Luis Romero nos proporcionan una clave de interpretación histórica del material estético).
Ahora bien, cuando se sale del museo y se camina al oeste de la avenida Woodward no mucho más allá de cinco cuadras, se ingresa en un distrito de Detroit que el derrumbe demográfico ha transformado en una zona semirrural, con vacíos de casas que llegan a superar una mitad de las viejas manzanas, mientras buena parte de las construcciones aún en pie están tapiadas u ocupadas por habitantes que las dejan desmoronarse. Efectos de desolación y abandono invaden la mente de quien recorre esa parte fantasmal de la ciudad.
Otra vez el arte acude en nuestra ayuda para alcanzar la comprensión intelectual y emocional de cuanto acaece. La calle Heidelberg alberga una instalación inédita en las veredas y en los baldíos. Se trata del Heidelberg Project, muestra acumulativa de los restos y desechos de nuestra cultura de masas: carcasas de televisores, habitadas por animales embalsamados; relojes de pacotilla en los que el tiempo se ha detenido; juguetes rotos; montañas de figuras de peluche en un arca absurda de Noé; un Tweety colgado de un árbol; un Superman que se suicida al arrojarse de una ventana sin volar; una Barbie desenfadada que exhibe su vello pubiano y reina sobre paraguas y ruedas de bicicleta; otra Barbie ecuestre que cabalga por encima de un amasijo de zapatillas en una suerte de triunfo camp.
No sabemos si llorar o reír, tironeados entre lo grotesco y lo ominoso. Sin embargo, una colección innumerable de calzados exhibidos a lo largo de varias alambradas nos recuerda el horror de los depósitos de Auschwitz. Los frescos de Rivera desnudaron paradojas y calamidades del capitalismo, pero mantuvieron a salvo las esperanzas de la humanidad. El Heidelberg Project es la manifestación de un apocalipsis cultural en el que la presencia simple y elemental de los seres humanos está al borde del colapso. Era difícil imaginar que Detroit nos dijera tantas cosas del sistema social que quizá nos arroje muy pronto a una nada poblada de ruinas de materiales plásticos o sintéticos, de Barbies y de Tweeties que se levantan o caen como remedos finales de la gloria y el dolor.
El autor es doctor en Historia del arte y profesor en la Unsam. Su último libro es Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios (Katz), en coautoría con Nicolás Kwiatowski