Detrás del match Milei-Lali, lo que realmente importa
La polémica por los fondos públicos que pagan millonarios cachets a figuras populares impide ver con claridad importantes matices
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Sería un gesto precioso si se hiciera costumbre que figuras del espectáculo que ganan fortunas gracias a su talento, el fervor del público y la suerte –se llamen Lali Espósito o Fátima Florez, por solo mencionar a dos de tantas más– quisieran donar sus cachets en presentaciones pagadas con dinero público proveniente de la Nación, las provincias o las municipalidades a acciones muy concretas a llevar a cabo en esas mismas zonas en las que actúan. Ojo: no estamos diciendo que no cobren, porque esa plata ahorrada podría ser dilapidada por el funcionario de turno sin rendir cuentas a nadie. No. Lo que sería fabuloso, en cambio, es que derivaran por propia voluntad esos honorarios a alguna necesidad urgente de la localidad que las contrató. Así dejarían dos lindos recuerdos: no solo haber deparado un grato momento de esparcimiento al público local –por otra parte, tan necesario; créanlo, no es un tema menor–, sino que dejarían otra huella solidaria e indeleble para esa comunidad.
De todos modos, es necesario aclarar que cuando un artista de peso cobra del Estado por su trabajo no está delinquiendo ni incurriendo en ningún chanchullo. Simplemente recibe su paga en contraprestación por sus servicios profesionales.
Managers y representantes de artistas relevantes o de bandas muy convocantes no dejan de subrayar que, por lo general, ese tipo de contrataciones suelen cotizarse a valores sustancialmente más altos que si el mismo acuerdo fuese cerrado en el ámbito privado. La razón es muy simple: los recitales en vivo, con entrada libre, suponen cierto lucro cesante por un tiempo para esa figura, ya que nadie está dispuesto a pagar una entrada de algo que se acaba de ver gratis.
Pero es verdad que hay cifras y cifras. El artista debería procurar poner su sensibilidad en estado de alerta para rehuir pagos que, aun mereciéndolos por su poder de convocatoria y facturación monumental, pueden hacer un feo contraste en aquellas comarcas donde la emergencia social está a la vista. Eso sí, se perderá de embolsar unos cuantos pesos, pero a la noche podrá dormir con la tranquilidad de saber que esa manera de proceder resulta más valiosa y eficaz que cualquier consigna tribunera que pueda emitir desde el escenario, mientras su cuenta bancaria no deja de engordar.
Lo ideal sería que no mezclara una cosa con otra, porque puede ensuciar su labor y fastidiar a una parte del público que no comulgue con sus expresiones. Por eso a mucha gente le irrita no tanto lo que puedan cobrar artistas cuando se presentan esponsoreados por dineros públicos, sino porque algunos de ellos contrabandean discursos políticos cercanos, o idénticos, a los del pagador. El ejemplo de Mercedes Sosa debería servir siempre de norte: enorme artista que no necesitaba cada vez que subía al escenario hacer flamear su ideología.
Los ásperos intercambios de los últimos tiempos entre el presidente Javier Milei y la artista pop Lali Espósito no dejan ver el problema de fondo: que no es posible que los estados, en cualquiera de sus tres niveles, manejen millonarios recursos para estos menesteres con total discrecionalidad, en tanto lloran miseria de que no pueden cubrir otras necesidades más urgentes.
Si el Estado tiene triste fama de pagar muy poco a sus médicos, educadores y a los miembros de las fuerzas de seguridad, ¿por qué habría de oblar ingresos ocasionales de privilegio para los artistas que contrata? ¿Por qué esa diferencia tan odiosa? Hay profesores en facultades de la UBA que trabajan por una paga ínfima, además de procurarse un sustento, por su abnegada vocación de enseñar y por la pátina de prestigio que da esa casa de altos estudios a su staff docente.
Lo mismo debería sentir un artista si es invitado por una repartición estatal a cantar en un escenario montado en el Obelisco o en otros lugares relevantes del país frente a un público masivo, aunque la paga fuera más simbólica que contundente. De hecho, hay señores artistas que actúan en escenarios del Complejo Teatral de Buenos Aires por honorarios muy ajustados y, sin embargo, experimentan orgullo y placer en contribuir a que, con precios muy accesibles, muchísima gente acceda a obras de repertorio que los hace mejores. La calidad de vida de una sociedad no solo depende de los gobernantes. Todos podemos –debemos– contribuir.
Esto también hay que decirlo: no todo lo resuelve el mercado, muchísimo menos en el ámbito cultural y artístico. Si todo se dejara librado al exclusivo principio de la rentabilidad privada, solo veríamos lo que “funciona”, que no siempre es lo de mayor calidad ni suficientemente diverso. Pero tampoco esos fondos pueden quedar en manos de burócratas grises e infradotados que solo buscan su tajada para hacer campaña o, peor, para morder parte del botín con comisiones ocultas.