Desvelda. El capitán que me llevó al fondo del mar
Con la serie que protagonizó en los años 70, Jacques Cousteau hizo que toda una generación amara los océanos
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Al costado de la pileta hay dos caracoles marinos enormes que junto a un manojo de monedas usamos para bucear. Los tiramos a lo más hondo y no vale espiar hasta que tocan el fondo. Se puede hacer un poco de trampa buscando la dirección de donde viene el ruido cuando salpican al golpear el agua. Son de esos caracoles que nos apoyaban contra la oreja con la promesa de que escucharíamos el mar. Nadie nos dijo que apoyando una taza podíamos escuchar más o menos lo mismo, una caja de resonancia que distorsiona los sonidos. No es el mar.
Nadar debajo del agua es lo más parecido a volar o flotar en el espacio sin gravedad y es en ese estado que paso gran parte de los veranos de mi infancia. Abajo del agua todo es mejor. No hay que pisar el suelo con los pies para desplazarse, ni clavarse los pinches que crecen en manchones de yuyos en el pasto. Apenas hay que tocar el fondo para impulsarse hacia arriba para tomar aire o usar los bordes de la pileta con una flexión de rodillas y empujarse fuerte y ahí sí, casi sin mover un músculo, ir cortando el agua con el cuerpo, corrigiendo el rumbo, girando un poco o hasta dando giros completos como un tirabuzón.
Recolectamos nuestros tesoros uno a uno del fondo de la pileta, que a esta altura de la tarde ya es un mar turquesa inmenso repleto de peces y corales y hasta con un tiburón del que hay que escapar en la esquina de lo hondo donde un gomero hace sombra. Somos exploradores y cazadores de tesoros. Vamos apilando las monedas y los caracoles en un baldecito de plástico sobre las lajas calientes del borde con las manos arrugadas como las de alguna extraña criatura marina y los ojos arden un poco por el cloro. Al fin del verano las puntas rubias del pelo estarán casi verdes como las algas.
Jacques-Yves Cousteau navegó los océanos de la Tierra a bordo de su barco el Calypso por más de cincuenta años y se hundió en lo más profundo con equipamiento técnico de buceo y filmación que él mismo ayudó a desarrollar. Aunque seguramente más sofisticadas, las nuevas versiones de su Aqua-Lung aún se usan en la actualidad.
Cousteau lo entendía bien: solo se protege aquello que se ama y él iba a hacernos amar el mar.
Con ese acento francés que se utilizó incomprensiblemente en el doblaje en nuestra versión local (para mí Cousteau siempre hablará así, como en la serie de los ‘70), nos invitaba a descender junto a él a ese mundo silencioso y nadar entre peces tropicales y mantarrayas gigantes. En la oscuridad total nos desafiaba a asomarnos al borde de acantilados submarinos descubriendo especies que el ojo del hombre jamás había visto y nos mostraba verdaderos bosques de algas cuando el mundo ni empezaba a preocuparse por la destrucción del Amazonas. Esa vida debajo del mar hoy nos parece casi familiar porque Cousteau nos contagió su fascinación, y por qué no, su obsesión con la vida en los océanos. Y por supuesto porque también hizo su magia con los directivos de las más grandes cadenas televisivas norteamericanas que mantuvieron la serie en el aire por muchas temporadas. Cousteau lo entendía bien: solo se protege aquello que se ama y él iba a hacernos amar el mar.
Fue un ambientalista precoz, mucho antes de que la palabra se metiera de lleno en la conversación pública. En 1992 fue la única figura fuera de la política que se presentó en la Cumbre de la Tierra y fue recibido como una estrella de rock ganándose el apodo de Capitán Planeta. Era el hombre que había visto morir a los corales y desaparecer especies que habían sido compañeras habituales de sus expediciones durante años.
National Geographic estrenó hace poco tiempo el documental Becoming Cousteau, algo así como “Convirtiéndose en Cousteau”. “Fue una de las voces más populares en favor de la conservación en los setenta y luego desapareció. Es la historia de alguien alertándonos sobre un final inminente y un mundo que no escuchó.” Así lo resume la directora del film, Liz Garbus, que también creció viendo sus series.
Flotar sobre la superficie, hundirse, nadar despacio mirando a un lado y otro, detectar el brillo en el fondo, subir, tomar una bocanada de aire que permita bajar, rescatar esa moneda y volver a subir rápido hasta la superficie. Los ruidos distorsionados abajo del agua junto a las exhalaciones y las burbujas que se escapan: el mundo abajo parece un poco mejor que arriba.
Al sumergirme aún hoy sigo buscando esos caracoles gigantes en algún lugar del fondo, hago tirabuzones y nado como Patrick Duffy en El hombre de la Atlántida. En mi cabeza aparecen mágicamente los corales, los peces y las criaturas marinas que solo habitan en la parte oscura de lo más hondo y nos obligan a nadar más rápido, escapar y salvarnos. En el agua parece no haber gravedad y es casi como volar, es verdad. Pero en el agua tampoco tenemos edad.