Desvelada. Yo que siempre vi dos lunas
La realidad distorsionada por un problema en la visión y la posibilidad de ver otras cosas
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Como toda escuela inglesa que se precie, la mía tenía una enfermería que venía con su propia enfermera. Mrs. Jones, una profesional matriculada seguramente en el Hospital Británico de Buenos Aires, que venía entrenando enfermeras desde su fundación, en 1844. Mrs. Jones tenía su propia oficina en una casa antigua a un costado del jardín dentro del colegio. Una vez ahí, había que abrir la puerta (primero la del mosquitero y luego una de madera con vaivén) y subir una escalera hasta el primer piso. Mrs. Jones te miraba desde lo más alto y ya durante el ascenso te iba preguntando los síntomas, que una tenía que explicar en detalle (y en perfecto inglés) antes de llegar al último escalón. Ahí te miraba con ojo clínico, no tanto para diagnosticar, si no para detectar que una no estuviese fingiendo algún malestar para escapar de clase. Ya en su oficina hacía la evaluación del caso y decidía la terapéutica adecuada. Podía incluir unas gotitas amargas disueltas en un vaso para las náuseas o el dolor de panza, un analgésico para una jaqueca, la limpieza de una rodilla rallada contra la cancha de voley o hielo sobre un bochazo de hockey en algún lugar del cuerpo. Yo no solía tener de estas últimas lesiones.
Ese día había pedido ir al san (la abreviatura que usábamos para referirnos a la enfermería) aduciendo un fuerte dolor de cabeza. Analgésico de por medio Mrs. Jones me envió de vuelta a clase y dijo que avisaría a mi casa. No era mi plan. Yo le apostaba a una breve estadía en ese cuartito con cama pequeña y frazada incluida que había junto a su oficina y en el que te dejaban descansar un rato con el sol de la tarde entrando por la ventana. Así te mantenías calentita hasta que tu mamá venía a buscarte para llevarte de vuelta a casa.
El artista chino Ai Weiwei inaugura este abril una muestra en el Museo de Diseño de Londres en la que cientos de miles de pequeños ladrillos plásticos de Lego (650.000 para ser precisos) reemplazan las pinceladas de Claude Monet
El artista chino Ai Weiwei inaugura este abril una muestra en el Museo de Diseño de Londres en la que cientos de miles de pequeños ladrillos plásticos de Lego (650.000 para ser precisos) reemplazan las pinceladas de Claude Monet para formar un mural de 15 metros con un estanque de nenúfares como los de la casa del pintor impresionista en Giverny, en el extremo sur de la Normandía, en Francia. De cerca, todo se ve como una enorme pared sin sentido hecha de algo parecido a esos Rastis que tenía en la infancia, con los que armaba intrincadas construcciones con pasadizos, laberintos, escaleras y puertas que no llevaban ningún lado. Pero los ladrillos de Ai Weiwei tienen mejores colores: mientras que los míos venían en colores primarios y apenas unos negros y unos blancos, él tiene todas las gamas de los rojos, naranjas, verdes y azules. Incluso unos fucsias y rosados que hubiesen hecho las delicias de una niña en los setenta.
El artista los ordena con talento, tanto que vistos a la distancia reconstruyen el estanque, los nenúfares flotando con sus flores y el sol de la tarde iluminándolo todo con ese mismo efecto astigmático del impresionismo. La obra bien podría ser un Monet, salvo que, en un costado, Ai decidió colocar entre las flores un manchón oscuro, seguramente hecho de ladrillitos marrones y negros. Ai es el hijo de uno de los poetas más famosos de su país y antes de exiliarse vivió junto a su familia en una región remota de China. La puerta pequeña al costado del cuadro representa la entrada al refugio subterráneo donde solían vivir.
Mrs. Jones ha decidido llamar a mi madre y comentarle de mis frecuentes dolores de cabeza. Me alegro pensando que mis dramatizaciones están teniendo efecto. Seguramente mamá va a venir a buscarme y podré pasarme el resto de la tarde en su compañía. La verdad era que de cuatro visitas al san, tres eran mentiras veniales buscando una vuelta a casa, a pasar ese rato con mi mamá y saber cómo era su vida durante esas horas en las que yo normalmente estaba en el colegio.
Preocupada, mi madre me llevó al oftalmólogo para lo que parecería ser un chequeo de rutina. El tiro por la culata es lo que define mi brillante jugada. Mi quinto grado del primario venía con un revés que no esperaba. Emergí de ese consultorio con una receta que determinaba astigmatismo miópico y me devolvía al colegio, unos días después, con un par de anteojos como los de Harry Potter. Un fracaso.
Desde ese día en el que fingí un dolor de cabeza solo porque extrañaba a mi mamá llevo anteojos de los que dependo en todo momento. Si me los saco y miro, veo un mundo distorsionado. Las luces tienen un centro que se expande mucho más allá de sus bordes, tanto que parecen duplicarse. La luna también aparece dos veces y solo frunciendo mucho el ceño en enojo las imágenes aparecen más nítidas. La enorme obra de Ai Weiwei y la aún mayor de Monet son un recreo para mis ojos, devolviéndome una imagen que me es familiar. Yo que siempre vi dos lunas, veo el maravilloso estanque a la perfección.