Desvelada. ...Y te sacarán los ojos
Cría cuervos, la película de Carlos Saura, es también, en la memoria de quienes la vieron, el eco de una entrañable canción
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La ruta es larga y parecería que jamás vamos a llegar a destino. Hace un rato que contamos girasoles que aparecen como un manchón amarillo al costado del camino. Me han asignado la tarea de detectarlos. Es una versión del veo-veo pero con menos interacción: simplemente aviso cuando pasa fugazmente por la ventanilla la flor enorme con su centro oscuro, pero cuando llego a cantar que vi una, ya desaparece. En mis ojos infantiles son las flores que pasan, no somos nosotros los que nos movemos. En un intento de aplacar mis insistentes “¿cuánto falta?” mechados con algún “¿cuándo llegamos?” mi padre recurre al canto.
Hoy en mi ventana brilla el sol/Y el corazón/Se pone triste contemplando la ciudad/Porque te vas…
Él empieza y yo me sumo. Creo que mi madre se abstiene; no canta en público. Dice que canta mal. Yo digo que es timidez. Para cantar hay que respirar y animarse, es como juntar ese mínimo coraje que se necesita para saltar del trampolín. Si se lo hace con miedo puede ser catastrófico, si se lo hace con seguridad, es más difícil que falle. Pero soy chica y todavía no lo sé.
Todas las promesas de mi amor se irán contigo/Me olvidarás, me olvidarás.
Por algún motivo no logro nunca darle a la nota del “contigo” y desafino terriblemente. No importa cuántas veces mi padre me lo canta despacio para que yo lo repita: cuando llego al “contigo” suena desastroso. Mis padres se retuercen de risa. Es imposible que afine.
Desde el asiento de atrás me gusta escuchar sus risas; me acerco al espacio entre los dos y miro a un lado y al otro fascinada por este espectáculo que estoy dando sin importarme (o sin saber) que están riendo a costa mía. Solo me importan estas risas de las que me siento plenamente responsable. Y un poco orgullosa.
Junto a la estación hoy lloraré igual que un niño /Porque te vas, porque te vas…
Faltan horas para llegar.
Es un tema popular de mediados de los 70. Lo interpretaba la cantante hispano-inglesa Jeanette y supongo que mis padres lo escucharon en la película Cría cuervos, de Carlos Saura. Con esa música contagiosa y la letra sencilla se les pegó a ellos también. Yo vi la película muchos años después y la tarareé inmediatamente, casi sin pensar.
Como parte de una antigua tradición, en la Torre de Londres hay una población permanente de seis cuervos que reside ahí hace cientos de años. Cada mañana su cuidador los libera por el día y van pegando saltitos como huéspedes de lujo en uno de los edificios más sangrientos de Inglaterra.
Como parte de una antigua tradición, en la Torre de Londres hay una población permanente de seis cuervos que reside ahí hace cientos de años. Cada mañana su cuidador los libera por el día y van pegando saltitos como huéspedes de lujo en uno de los edificios más sangrientos de Inglaterra. No puede faltar ni uno: sin ellos, dice la leyenda, sería el fin de la corona. No se sabe exactamente cuándo llegaron y su presencia está rodeada de mitos. Cuando John Flamsteed, el astrónomo del rey Carlos II, se quejó de que los cuervos estaban interfiriendo con sus observaciones astronómicas a mediados del 1600, el rey ordenó exterminar a los pájaros. Pero alguien lo detuvo, diciéndole que si los cuervos desaparecían, la torre se iba a derrumbar y sería el fin de su reinado. Sensatamente el rey detuvo sus planes. También cuenta la leyenda que cien años antes, durante la ejecución de Ana Bolena en 1536, los cuervos, normalmente locuaces, enmudecieron por completo cuando rodó su cabeza. Y se portaron aún peor unos años después cuando fue el turno de Lady Jane Grey, otra de las decapitadas de Enrique VIII: comieron sus ojos a picotazos como en una escena de Hitchcock.
Aun cuando dejaron de rodar las cabezas, se conservó la tradición de los seis cuervos (más uno de reserva) en la Torre de Londres. Hoy son Poppy, Merlina, Jubilee, Erin, Gripp, Harris y Rocky. Sus alas levemente cortadas cada dos o tres semanas para desbalancear su vuelo permiten que se eleven lo suficiente, aunque no tanto como para alejarse de la torre.
En la película de Saura, Ana, de 9 años, es huérfana. Sus padres murieron poco tiempo atrás y ella vive entre la realidad y las fantasías de la niñez, esas que nos inventamos para seguir adelante. Mientras mi padre maneja los observo charlar de sus cosas. Me aterra la idea de que puedan morir. ¿Quién se ocuparía de mí? ¿Mis abuelos? ¿Mis padrinos? Ninguna idea me convence salvo un poco mi tía Mimí que es en realidad mi madrina y tiene además un perro colorado que se llama Silvestre y es bueno, manso y vivísimo. Sobre todo, es el primer perro que conozco al que no le tengo miedo. Después volvemos a cantar la canción que desafino tan bien y los hace reír. Hoy al volante sigo repitiendo el ritual, sola, sonriendo, pero ya afinada. Con los años, por algún motivo, me he vuelto una buena cantante. No virtuosa ni nada por el estilo, pero aceptable. Pueden haber sido esas clases de canto y ese colchón de aire sobre el que puedo caer en las notas más altas una vez que me animo y pego el salto del trampolín.