Desvelada. Una fantasía blanca y radiante
Broderie, seda o encajes de Devon: materia de los sueños infantiles y de siglos y siglos de enlaces e historias de amor
- 5 minutos de lectura'
Si arrastro una de las sillas del comedor, atravieso la cocina, hago un cuidadoso giro a la derecha y ahí empujo hasta colocar la improvisada escalerita en paralelo al placard, puedo abrir la puerta con comodidad y sobre todo llegar a los estantes altos, donde mi abuela guarda “esas cosas que tanto me gustan”. No es que tenga prohibido acceder a ellas, pero cuida con particular devoción una bola de porcelana muy delicada que tiene agujeros, como un salero, y parece encerrar un jardín entero de rosas y peonías.
Esa tarde seguí el ritual de la silla y trepé hasta alcanzar lo más alto con mi brazo extendido. Toqué el camisón de satén de seda natural con lunares (maravilloso, aunque tan pero tan largo que era difícil caminar y jugar a la señora por la casa), y más allá el sencillo broderie del vestido de casamiento de mi madre, que era lo que en realidad estaba buscando.
Y ahí tiré… El vestido salió, pero con él vino también la esfera de porcelana, que estalló en mil pedazos contra el piso de madera. El jardín de peonías y rosas que yo imaginaba no era más que un manojo de pétalos marrones achicharrados aunque, sí, muy perfumados. Después de la desilusión, llegó la conciencia de haber hecho algo que entristecería a mi abuela. Cuando entró a la habitación y vio el desastre (siempre incapaz de retarme), levantó en silencio uno a uno los pedazos de ese regalo que había venido de Europa y me dejó sola.
Era difícil entender lo que significaba para ella cualquier cosa que llegara del otro lado del mar, donde estaba esa familia que dejó atrás. Por ejemplo, esas cartas escritas en unos papeles casi transparentes, que venían junto a unas hostias cuando se acercaba la Navidad, y que ella me convidaba pidiéndome que abriera la boca y colocándolas en mi lengua mientras me contaba quiénes habían enviado la carta. Sentía cómo la fina lámina insulsa se disolvía con la saliva contra el paladar y siempre esperaba que algo milagroso ocurriera. Cuando regresó de tirar los pedazos que era imposible pegar, aún en silencio, me dio la mitad del vestido de casamiento de mi madre asumiendo (correctamente) que eso era lo que estaba buscando.
Sabiendo que su boda sería tanto un asunto público como una celebración de su historia de amor con Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, la reina Victoria decidió ocuparse en persona de los detalles de su vestido. Por primera vez, además, los jóvenes novios desfilarían por las calles de Londres después de salir de la capilla de St. James y quedarían a la vista de todos.
Si bien no sería la primera en lucir blanco para su boda, dada la difusión que recibió en las incipientes pero muy populares revistas femeninas de la época, Victoria quedó como impulsora de la moda del vestido blanco para las novias occidentales, tradición que llega hasta hoy
A diferencia de las tradiciones de las mujeres de la época, que no elegían el blanco para sus vestidos de boda, Victoria supuso que podía ser el color sobre el que mejor lucieran las puntillas y encajes de Devon y las maravillosas sedas de Spitalfields. Y para que su apoyo a la producción local luciese más aún, decidió abandonar la tradicional capa roja con cuello de armiño. Si bien no sería la primera en lucir blanco para su boda, dada la difusión que recibió en las incipientes pero muy populares revistas femeninas de la época, Victoria quedó como impulsora de la moda del vestido blanco para las novias occidentales, tradición que llega hasta hoy.
Queriendo reciclarlo para otros usos más prácticos, en algún momento de la historia, el vestido de casamiento de mi madre fue desmembrado, acortado y modificado. Lo que quedaba de él era perfecto para mi corta estatura de jardín de infantes. Mirándome en el espejo trataba de imaginar cómo se había visto mi madre en él. Nunca lo supe exactamente, salvo por descripciones y por algún boceto que me dibujó. No hay una sola foto de ese día.
Pensando en que se casaba con un director de cine y que sus contactos en la industria garantizarían una buena faena a nivel imágenes, mi madre había delegado la contratación de los fotógrafos en mi padre: serían Alfieri y Legarreta, mítica y talentosa dupla de la revista El Gráfico. Aquel 16 de diciembre, por motivos que mi padre se llevó a la tumba, jamás aparecieron (posiblemente él se olvidó de recordarles la cita). Uno de los invitados, acaso un tanto achispado, hizo algunas tomas en Súper 8 de las que tampoco hay ya rastros. Del vestido de la novia, nada. Del traje de mi padre, tampoco: el sastre al que se lo había encargado no lo tuvo listo para la fecha y le dio en préstamo uno de otro cliente. Mi madre dice que debería haber leído las señales: el final de su historia de amor estaba escrito. Yo digo que todo puede ser un buen relato y que en mi cabeza ella siempre fue la novia más linda del mundo.