Desvelada. Un código secreto para encontrarnos
Entre cuentos y diarios íntimos, la infancia encierra las claves de lo que cada persona fue alguna vez y sigue siendo en el presente
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Cinco años pasó Leslie Linder recorriendo con la mirada unas hojas de papel llenas de símbolos que se veían por momentos como un enorme laberinto de garabatos. El código parecía indescifrable y la letra (por llamarla de alguna manera) era tan pero tan pequeña que su misma autora había dicho al final de su vida “ni con una lupa podría leerla hoy”. Ya se estaba dando por vencido, pero en Pascuas de 1958 decidió darles una última oportunidad a los manuscritos, sabiendo que de otra forma esas páginas iban a permanecer para siempre en el planeta del misterio.
Y como suele suceder cuando estamos a punto de abandonar una empresa, vio la luz al final del túnel, o más bien descubrió en el margen inferior de una página algo que finalmente podía ser descifrado. Se trataba del número romano XVI y acaso un año, el 1793. En un atrevido salto de fe llegó a unir a Luis XVI, rey de Francia nacido en Versalles, con el año en que su cabeza rodó por obra y gracia de una guillotina afilada. En efecto, 1793. La presencia de Luis XVI en el texto le permitió ensayar una nueva elipsis y descifrar una palabra cercana en la página: ejecución (execution, en inglés). Ahora contaba con los símbolos correspondientes a ocho letras del alfabeto, incluyendo cuatro vocales. “Para la medianoche en ese memorable lunes de Pascuas se había resuelto prácticamente todo el código de Beatrix Potter”, escribió. Linder, un fanático de los libros de Potter desde su niñez, debe haber levantado la vista del papel y sonreído ante su pequeño triunfo. Yo lo hubiese hecho.
Como toda niña de bien tuve mi diario íntimo y unos secretos que creía importante guardar. El método era mucho menos sofisticado que el de Potter: mantenía al mundo alejado con una llave diminuta que abría el (también minúsculo) candado que agarraba las tapas. Me ocupaba de dejar la llave estratégicamente separada del diario para despistar, como lo hacen los expertos en tiro al guardar separadas las armas de las cajas de balas que las hacen letales.
Allí anotaba detalladas descripciones de rencillas escolares o escribía el nombre del chico que me gustaba y lo rodeaba de interminables capas de líneas de colores en degradé perfecto que empezaban en los azules y violetas oscuros y terminaban en los anaranjados y amarillos. El resultado: un nombre en letra globo dentro de un arcoíris. Más kitsch no se conseguía. Bueno, tal vez las ocasiones en las que sumábamos brillantina. Y hablo en plural porque era una costumbre extendida de la época y un agujero negro por el que desaparecían horas y horas productivas que debían usarse en el estudio o la lectura. El chico en cuestión generalmente no se enteraba de las horas que le dedicábamos, cómo lo rodeábamos de arcoíris y calcomanías de corazones a las que raspabas y largaban un cuestionable perfume a frutillas. No solo no se enteraba de esto: a veces ni siquiera sabía de nuestra existencia. Este que evoco en particular solo me había dedicado una mirada fugaz a la salida de misa.
Aún con su pequeña piedra Roseta, Linder invertiría unos trece años más en transcribir todo lo que Beatrix Potter contaba en su diario y terminar de develar quién era esa escritora e ilustradora que llegó a vender más de 250 millones de copias de sus libros a niños alrededor del mundo.
Aunque recuerdo páginas completas de aquel diario, creo que le perdí el rastro o me pareció prudente descartarlo en algún momento. Por otro lado, dos de los libritos de Beatrix Potter, el de la ardilla y el del gato Thomas, tan regordete que su panza hacía estallar los botones del trajecito azul, me han acompañado en sucesivas mudanzas y están en la biblioteca junto a los libros de señora mayor con los que finjo rodearme ahora. Cada tanto vuelvo a Potter con fascinación: los agarro y miro sus páginas con acuarelas perfectas e historias de animalitos parlantes.
Aún con su pequeña piedra Roseta, Linder invertiría unos trece años más en transcribir todo lo que Beatrix Potter contaba en su diario y terminar de develar quién era esa escritora e ilustradora que llegó a vender más de 250 millones de copias de sus libros a niños alrededor del mundo. Potter había muerto quince años antes y su fortuna había sido donada a la conservación de los espacios naturales que albergaban a los animales que cobraban vida en las páginas de sus libros y pinturas.
Hoy me gustaría encontrar mi diario íntimo de la infancia, descifrarme un poco en esas líneas, saber cuánto de mí ya estaba escrito en sus páginas con colores y letras globo. Porque por momentos siento que ha pasado un siglo (o medio, para ser más precisa) y en otros me encuentro siendo exactamente la misma: la que se sonroja con una mirada furtiva o sonríe al ver un gato regordete con una panza que le hace saltar los botones de su trajecito azul.