Desvelada. Libros, platos antiguos y amores trágicos
En su momento estrategia comercial, las historias “narradas” en el diseño de la vajilla Blue Willow conservan su poder de ensueño
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Ese invierno habíamos partido al campo de los abuelos de una amiga en Uruguay, cerca de Colonia. Volábamos solas en una aerolínea hoy inexistente que se llamaba Arco, que era más o menos como tomarse el alíscafo pero volando y se sacudía casi en igual medida. Nos despedían en Aeroparque y los abuelos nos recibían en ese diminuto aeropuerto del otro lado del charco. Tendríamos trece años y si bien no me gustaba la idea de volar sola, no estaba para perderme el plan de dos semanas trepada a un caballo.
A la noche comíamos ya bañadas y en nuestros pijamas abrigados en la mesa del comedor. Me gustaba mucho detenerme a mirar los platos con sus escenas de campiña en azul y blanco. Aún hoy guardo la costumbre disimulada de levantar un plato para ver el sello debajo con ese tradicional Made in England en la base. Después, a leer a la cama, sin horario para apagar la luz. En el cuarto contiguo había una biblioteca de la que a veces me agarraba libros para leer. No sé si eran sus tapas o las líneas escandalosas en su interior pero Harold Robbins y Jackie Collins eran magnéticos. Pasaba las páginas a sabiendas que no debería estar leyéndolas pero sin culpa alguna: después de todo estaba atendiendo a escenas de sexo en su inglés original y eso era un poco el propósito de mi educación (el idioma), aunque puede que hubiese ciertas dudas acerca de la temática. Recuerdo también que, pasados algunos días, todos los ejemplares de Harold Robbins desaparecieron misteriosamente de sus estantes y nadie dijo nada al respecto. Como los platos, todo fue muy Made in England.
Las piezas de porcelana azul que tiene mi madre en un cristalero y colgadas en una pared del comedor no son escenas campestres. Se trata de fuentes, platos y una sopera Blue Willow (Sauce azul), un tipo de diseño que se popularizó en Inglaterra a fines del siglo dieciocho.
Las piezas de porcelana azul que tiene mi madre en un cristalero y colgadas en una pared del comedor no son escenas campestres. Se trata de fuentes, platos y una sopera Blue Willow (Sauce azul), un tipo de diseño que se popularizó en Inglaterra a fines del siglo dieciocho. Es un claro ejemplo de chinoiserie, esa interpretación europea de China y el Lejano Oriente que emula el estilo de las piezas originales. Si uno decide sumergirse en un plato Blue Willow como si fuese un cuadro (y en algunos sentidos lo es), se encontrará con un paisaje, un río que lo recorre, pequeñas pagodas, botes, árboles, pájaros, islas y puentes. Lo mejor, sin embargo, es la fábula romántica que se cuenta en la imagen.
Érase una vez un rico mandarín, padre de una bella hija de nombre Koong-se. Como suele suceder en estas historias, la joven toma malas decisiones románticas (al menos a los ojos paternos) y se enamora del joven y por supuesto pobre empleado de su padre. Con el fin de separar a los amantes, el mandarín monta una cerca alrededor de su casa mientras planea, muy al estilo del señor Capuleto, entregar a la joven a las manos de un duque. Por el río de la izquierda del cuadro/plato podemos ver al duque llegar munido de un alhajero con joyas para su prometida. Según la leyenda, la caída de los pimpollos del árbol marcaría la fecha de la boda.
Detalles más, detalles menos, la leyenda sigue esas líneas pero no fue otra cosa que una gran movida de marketing de la época, basada en un cuento popular japonés.
Siempre hay un plan de fuga y desafortunadamente no existe en español la palabra para elope, aquello que hacen dos amantes que escapan buscando su destino. La noche de la boda, el joven, haciéndose pasar por sirviente, entra al palacio, busca a su amada y huyen llevándose el alhajero con las joyas (de algo hay que vivir). Corren por el puente, son perseguidos por el mandarín (látigo en mano) pero logran llegar a una pequeña isla donde disfrutan de su amor por un tiempo. Hasta aquí, no hay huidas a Mantua, mensajes errados, una quinceañera que simula su muerte con una poción de boticario ni un cuchillo en su costado. Hay un duque. Enojado. Cuando encuentra a los amantes en su refugio, termina con sus vidas, pero los dioses misericordiosos, conmovidos por ese amor, los transforman en un par de pájaros que estarán una eternidad mirándose a los ojos en medio del plato.
Detalles más, detalles menos, la leyenda sigue esas líneas pero no fue otra cosa que una gran movida de marketing de la época, basada en un cuento popular japonés. Un famoso historiador especializado en porcelanas solía referirse en forma socarrona a los tres personajes que cruzan el puente como “los socialistas”, porque siempre caminaban de derecha a izquierda.
Mi madre me había contado la historia alguna vez, convencida de su veracidad. Me gustaba mirar la gran fuente en la pared y recorrer sus detalles, los pájaros, la pequeña isla, los árboles de naranjo y los sauces que se agachan sobre el río. ¿Quién es el hombre que cruza en la barcaza? ¿Es el duque? ¿Y qué llevan “los socialistas” en sus manos? ¿Son cañas de pescar? Inevitablemente y aún hoy, mi recorrido de la escena termina en el centro del plato, en los amantes mirándose a los ojos por una eternidad, porque en el fondo sigo siendo una romántica y, fábula marketinera o no, siempre elijo creer.