Desvelada. ¿Quién les teme a los fantasmas?
Todo caserón antiguo que se precie tiene su leyenda de apariciones a cuestas; la cuestión es si creerla o no
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El día que devolvió las llaves del lugar, el señor escocés que alquilaba la casa junto a su mujer y sus hijas no pudo evitar (con un poco de vergüenza) relatarle lo sucedido a la dueña. Durante una de las noches de su estada algo lo despertó. Desde la cama vio la figura de un monje con una niña de la mano, y en la confusión entre el sueño y la vigilia creyó que se trataba de una de sus hijas. Se levantó rápidamente y cuando la desesperación estaba por apoderarse por completo de él y se disponía a correr hacia ellos, vio cómo misteriosamente atravesaban la gruesa pared de piedra y desaparecían del otro lado. Otra mujer, potencial inquilina esta vez, describió la casa como absolutamente adorable, pero se abstuvo de cerrar el trato por “esa parejita de viejos” que ocupaban un lugar en el sillón principal del living (y por supuesto no podían ser vistos por la agente inmobiliaria, que miraba descreída la butaca). Mi amiga, por su lado, jura haber escuchado que alguien pronunciaba su nombre bien claro más de una vez, cuando nadie se encontraba en el lugar.
Habíamos llegado a La Cumbre de noche, pleno invierno, y la casa estaba helada. Habiendo escuchado todos estos relatos en el largo viaje en colectivo, algo era seguro: no iba a dormir esa noche ni las siguientes. Serían unas desveladas vacaciones de invierno. Por suerte éramos jóvenes, salíamos mucho a bailar a Toby’s y regresábamos tan tarde que solo había que sostener la vigilia un rato hasta que saliese el sol.
Más de treinta años después de esa semana en las sierras cordobesas decidí hacer un desvío de otro viaje para una breve visita a Florencia y Siena junto a mi madre. A los apurones y temerosa (en la forma que siempre hago reservas online), opté por un hotel sencillo de nombre engañoso: Palazzo Burchianti. Hay que saber que los palazzos nunca son palacios sino simples edificios de algunos pisos. En este caso en particular, de hecho, el Burchianti ocupaba solamente los últimos pisos de un inmueble. El precio era conveniente y la distancia a la estación de Santa María Novella me aseguraba una caminata razonable con madre y valijas. Completé la operación y después me decidí a extender mi búsqueda acerca del Albergo Burchianti, como también aparece, con sus terciopelos y sus frescos florentinos. Error.
Lo más comentado de ese lugar en el que pensaba pasar unas noches era la presencia de fantasmas: “Los huéspedes del Burchianti han contado historias de encuentros con fantasmas: desde los más inofensivos a los más amenazantes.
Lo más comentado de ese lugar en el que pensaba pasar unas noches era la presencia de fantasmas: “Los huéspedes del Burchianti han contado historias de encuentros con fantasmas: desde los más inofensivos a los más amenazantes. Un fantasma rosado, se dice, frecuenta las instalaciones junto al de una niña que ríe a carcajadas por los pasillos. Otros han visto una mucama que flota por las habitaciones y hay reportes también de una anciana tejiendo en los rincones”. La tarjeta de crédito había sido aprobada, la reserva hecha y la presencia de espectros parecía un detalle menor frente a cualquier penalidad en euros. Ni hablar de las explicaciones que una señora mayor como yo debía dar por un repentino acto de superstición. Por unos meses olvidé la simpática anécdota y recién la recordé en el tren, ya a la entrada de Florencia.
El 9 de mayo de 1938 Benito Mussolini se apuró en llegar hasta la plataforma número 16 de la estación de Santa María Novella. Florencia esperaba la visita más repugnante en toda su historia; alguien que haría que la propia Catalina de Médici se viese como una santa. A las dos de la tarde, Adolf Hitler haría allí su última parada, tras visitar Roma y Nápoles. Dicen que Mussolini se quedó una noche en el hotel Burchianti, aunque no tengo claro si fue en la misma ocasión en la que paseó al Führer por el Ponte Vecchio y el corredor vasariano.
Llegamos hasta nuestra habitación, amplia, cómoda, con dos camas, un lindo baño, una mesa y sillones y una ventana que se abría directamente a la cúpula de la basílica de San Lorenzo encargada por Cosme de Médici a Filippo Brunelleschi.
Estaba por caer el sol y es sabido que la hora de las sombras largas es un gran momento para sacar fotos. Podíamos llegar hasta las orillas del Arno o sentarnos a tomar un café en la plaza y ver al David muleto con su ceño fruncido, preocupado por la tarea que tenía delante; en la mano derecha una de las cinco piedras lisas que había recogido en un arroyo cercano para enfrentar al enorme filisteo. Había que apurarse, porque muy pronto se pondría oscuro y sería conveniente dejar alguna luz encendida “para que encuentres bien el baño, ma, vos que te levantás mucho de noche”. Nada que ver con espectros ni fantasmas, por supuesto. ¿Quién podría creer en esas cosas?