Desvelada. Perfumes para regresar a casa
El olfato es el sentido que mejor dispara nuestros recuerdos y el que permanece cuando otras capacidades se pierden
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Es una noche fría pero me abrigan con un tapado en el asiento de atrás del auto y mientras me voy quedando dormida veo pasar las luces por la ventana, que iluminan apenas el interior, y escucho (a medias) la conversación de mis padres. Despierto y estamos quietos, se abren las puertas y el viento frío se cuela adentro del auto. Entre el sueño y la vigilia dejo que gane el sueño: así me aseguro un “upa” directo y nada de esas caminatas zombie hasta mi cama.
Mi padre siempre estuvo convencido de que con las bajas temperaturas los resfríos entran por la boca. De haber estado entre nosotros para vivirla, esta pandemia hubiera sido su pesadilla hipocondríaca hecha realidad. Me pide que acerque la nariz a su cuello para no respirar el aire helado y me apoya la cabeza contra su hombro. “Boca bien cerrada”, dice. La misma frase que escucho cuando estoy nadando y trato de hablar al mismo tiempo y termino tragando agua. Boca bien cerrada. Cuando hundo la nariz en su bufanda huelo el olor a Paco Rabanne en el cuello de su Montgomery me vuelvo a dormir.
La fragancia es un clásico fougère aromático de los años setenta, una familia olfativa que recibe su nombre de la palabra francesa para helecho y que tendrá notas de lavanda, musgo, madera. En este caso también de romero, salvia, geranios y según leo, un musgo de roble que no llego a reconocer y mentiría si digo que lo recuerdo. Ese perfume que se mezclaba con la lana de la bufanda escocesa me regalaba varias certezas: no iba a pasar frío, no me iba a resfriar (¡qué cosa tan vital para mi padre!), iba a ser cargada hasta mi cama, alguien me pondría el pijama con patitas y no tendría que levantarme hasta sentir la luz del sol entrando por la ventana que daba a las vías del tren y más allá al río.
Cada vez que respiramos, olemos. Lo hacemos unas 22.000 veces al día usando nuestras dos narinas, que se toman turnos: una dejará un rápido y constante paso de aire y la otra lo hará más lento. Entre ambas lograrán darnos una experiencia olfativa completa. Eso cuenta Caro Verbeek, una historiadora de la Universidad de Vrije, en Ámsterdam, que se encarga de meter la nariz en todo lo que se le cruce: momias y viejas pelucas, ánforas y joyas preciosas. Con su investigación pretende reconstruir los olores y perfumes del pasado; por ejemplo, el de un coliseo con multitudes exaltadas bajo el inclemente sol romano.
De todos los sentidos, el olfato es el más grande disparador de nuestros recuerdos tempranos y permanece con nosotros cuando otras capacidades cognitivas desaparecen.
El sudor, las fieras destripadas, la sangre secándose sobre la arena, el excremento que se acumula en los costados y el olor a miedo que despiden hombres y animales por igual, son algunas de las notas de un perfume fétido que llena el ambiente. Por suerte, los romanos fueron también brillantes arquitectos y los presentes contaban con el alivio de una bruma con la que se rociaban las gradas, a veces un menjunje de especias y azafrán hervido en vino, y otras, neroli, una esencia de flor de naranjo. Cualquiera de ellas seguramente fue un gran alivio para el hedor que despedía la antigua Roma.
De todos los sentidos, el olfato es el más grande disparador de nuestros recuerdos tempranos y permanece con nosotros cuando otras capacidades cognitivas desaparecen. Peter de Cupere, artista olfativo y hombre astuto de origen belga, colocó dispositivos que llenan los pasillos de un geriátrico con perfume a flores. Así, cada pasillo tiene su aroma distintivo y ancianos con Alzheimer o demencia, muchos de los cuales ya no recuerdan casi quiénes son ni reconocen a sus familiares, encuentran el camino hasta su habitación cuando cae el sol de la tarde. Ya no se pierden.
Cada vez que viajo, arrastro a mi marido a comprar algo que él ha pasado a llamar “tus benditas velas”. Son velas, por supuesto, aunque no cualquier vela. Son unas aromáticas que se venden en un local en particular y las que compro (y acopio casi obsesivamente) son de una determinada fragancia. Algo sucede cuando las enciendo: me invade una sensación de tranquilidad y bienestar. Como buena fanática, siempre supe lo que contenía la fragancia: maderas, lavanda, verbena… Sin embargo, me llevó años darme cuenta de que comparten muchas de las notas olfativas con ese perfume que quedaba impregnado en la bufanda escocesa de mi papá. Los tiempos en los que me sentía protegida en sus brazos se perdieron hace lo que parecería ser un siglo. Cargué con el peso de su vejez y sus miedos más tiempo de lo que él me hizo upa. Sin embargo, algo de ese bienestar debe andar por ahí, en algún lado de mi memoria. Y el amor, y cierta comprensión también. El día que nos perdamos, el día que no recordemos, tal vez será nuestra nariz la que nos indique el camino de vuelta a casa.