Desvelada. Pensamientos que se lleva el agua
Del amor por Hamlet al arte de Millais o los secretos de un jardín: nadie sabe dónde está la pasión natural y dónde la adquirida
- 5 minutos de lectura'
Mi madre es buena en las dedicatorias de los libros que regala. Escribe notas cortas, incluye tal vez alguna cita bien pensada y las firma, en mi caso, con un “Ma” subrayado al final. A veces agrega un pequeño dibujo, probablemente de una flor, al que le da un poco de color con pinceladas de acuarela. Aparecen en varios libros de poesía de mi biblioteca y en tarjetas de cumpleaños, y cuando veo su letra en tinta negra encuentro también el gran parecido que tiene con la mía. ¿Será hereditario? La forma en que cruzamos las “t”, las panzas desiguales de la “n”, esa “J” mayúscula idéntica y sobre todo la “r” que debería ser cursiva pero que convertimos en una imprenta minúscula. No me lleva demasiado tiempo de búsqueda enterarme que no, que poco es lo genético y mucho más lo aprendido o imitado. Pueden haber sido esas largas horas intentando falsificar su firma para asegurarme un permiso para unas horas libres de educación física y no tener que sumergirme en una pileta helada a primera hora de la mañana en el mes de octubre solo porque el colegio había decidido que comenzaba la temporada de natación: el clima no pensaba lo mismo.
En la primaria tenía una letra horrible y mis maestras se encargaban de puntualizarlo y someterme a interminables horas en un cuaderno de caligrafía, esos con renglones sobre los que apenas había que rebotar, tocar y rozar con las letras. El resultado fue una caligrafía linda que fue desarmándose, aumentando su tamaño y tomando sus rasgos particulares con los años. Sin embargo, cuando escribo lentamente y con lapicera de tinta se vuelve, una vez más, casi idéntica a la de mi madre. La puedo ver en una tarjeta de la biblioteca completada con mi nombre y clase en un ejemplar de Hamlet que recibimos a comienzos de quinto año.
Ofelia, habiendo perdido la cabeza por un amor no correspondido, respira casi por última vez, rodeada de flores. Sus ropas, aún llenas de aire, la mantienen a flote casi como una sirena, pero poco falta para que se llenen fatalmente de agua y terminen hundiéndola en una muerte barrosa. Hamlet no la quiere. Si en la obra de Shakespeare la escena sucede en un arroyo de Elsinore, Dinamarca, en el cuadro de John Everett Millais, Ofelia morirá en un arroyo que es la quintaesencia del jardín inglés. Cada una de las plantas, llenas de simbolismo, están pintadas con el detalle de un botanista (tan populares en ese tiempo victoriano en que pintó Millais). Amor en vano, castidad, sufrimiento, muerte, inocencia, fidelidad, dolor… Todo está ahí. En las rosas que flotan junto a las mejillas de Ofelia, el collar de violetas alrededor de su cuello, el ramillete que apenas sostiene en una de sus manos, en la única amapola roja simbolizando la muerte, en las margaritas, lirios, narcisos, nomeolvides y pensamientos que se va llevando el agua cristalina que corre.
Millais comenzó por el paisaje y dejó la figura de Ofelia para el final. A la hora de retratarla tuvo a la modelo Elizabeth Siddal, una favorita de la Hermandad Prerrafaelita, sumergida a diario en una bañera durante cuatro meses.
Millais comenzó por el paisaje y dejó la figura de Ofelia para el final. A la hora de retratarla tuvo a la modelo Elizabeth Siddal, una favorita de la Hermandad Prerrafaelita, sumergida a diario en una bañera durante cuatro meses.
Es verano no hay colegio y me gusta mojarme con la manguera haciendo una suerte de lluvia y después acostarme sobre la espalda caliente de mi madre que lee al sol sobre una lona en el pasto. Grita cuando lo hago. Odia el agua fría. Huele al perfume de un bronceador Nude Bronze que solía usar, sobre el que se pegoteaban restos de arena de veranos en la playa. Acostadas en la lona las dos, agarra florcitas diente de león amarillas que crecen en el pasto o que le voy trayendo y me enseña a enhebrarlas unas con otras haciendo pequeñas incisiones con la uña en el tallo y armando una cadenita de flores. Mis manos son chiquitas y las manipulan con cuidado de no aplastarlas, aunque sé que durarán poco tiempo, como todas las flores silvestres que se arrancan. Sigue leyendo y me indica que cambie de lugar la manguera con el regador porque ya se está formando un charco tan grande que se transformará en un piletón (cosa que me parece divertida y secretamente deseo que suceda y tengamos un estanque casi sin quererlo). Aprenderé también que es mejor regar cuando baja el sol para no quemar el pasto.
A mí madre le gusta mucho el cuadro de Ofelia de Millais que cuelga ahora de las paredes de la galería Tate, en Londres, y que no recuerdo si llegamos a ver juntas o no. Yo lo miro fascinada: no sé si son las flores o el agua, o que estuve secretamente enamorada de Hamlet en la adolescencia. Tampoco sé si, como mi letra, es un gusto heredado o adquirido. En todo caso, le agradezco mi amor por la lectura, las enseñanzas del riego a la hora de las sombras largas y el haber aprendido un arte que, se sabe, es fundamental: el de las cadenitas de flores.