Desvelada. Mi patrimonio emocional
Las relaciones a distancia entre familias separadas por las guerras generan vínculos que trascienden las generaciones
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Durante la Segunda Guerra mi abuela polaca, que ya vivía en la Argentina, enviaba encomiendas a su familia en Francia: en una bolsa hecha a mano empaquetaba café, chocolate y ropa para sus sobrinos del otro lado del Atlántico. Ahí había escapado una de sus hermanas después de 1918, y una vez más la guerra la sorprendía. Sus hijos crecieron vistiendo prendas que enviaba una tía a la que no conocían y no conocerían por muchos años, hasta que mis abuelos viajaron a Europa. En ese viaje en barco irían a Francia y volverían por única y última vez a Polonia. “El colegio ya no estaba, por las bombas”, fue de las pocas cosas que dijo mi abuela.
En un cajón de una cómoda ella atesoraba fotos de sus sobrinos franceses que llegaban con las cartas. Solían tener alguna explicación en el dorso identificando persona y situación: casamiento René; Janine y Monique en el frente de casa y cosas así. Cerca de Navidad, a veces con mucha anticipación, otras con mucho atraso, las cartas llegaban con unas hostias intercaladas entre las hojas y yo pedía comerlas. Las apretaba con la lengua contra el paladar ante la miraba expectante de mi abuela que quería saber si sentía cómo se disolvían. Yo asentía, entusiasmada por lo que sucedía, pero desilusionada por lo soso del gusto.
Esos primos franceses de mi madre bromean diciendo que el castillo de Vaux-le-Vicomte es algo así como el patio trasero de su casa, en un caserío diminuto a 50 kilómetros de París. No es para tanto, pero pueden considerarse vecinos. Nicolás Fouquet, el joven y ambicioso superintendente de Finanzas de Luis XIV lo mandó a construir en 1658. La obra fue encargada a un trío que era (nunca mejor dicho) la crème de la crème del momento: Louis Le Vau fue el arquitecto, Charles Le Brun se encargaría de la decoración y los imponentes jardines quedarían en manos del paisajista André Le Nôtre. Fouquet no reparó en gastos ni esfuerzos: barrió con tres aldeas para emplazarlo y desvió ríos y canales para regar sus parques.
El escudo familiar de los Fouquet llevaba como símbolo una ardilla y la leyenda: Quo non ascendet, “qué alturas no podría alcanzar”, y Fouquet estaba dispuesto a comprobarlo.
Una noche de agosto organizó una de sus fiestas, de las que personajes como Molière y La Fontaine eran habitués. Pero fue Voltaire quien escribió acerca de esa velada en particular: “El 17 de agosto a las 6 de la tarde, Fouquet era un rey. Para las 2 de la mañana sería un don nadie”. Un ministro de Luis XIV había convencido al monarca de que Vaux-le-Vicomte solo podía haber sido construido con una obvia malversación de fondos públicos y eso, sumado a la envidia que generaba el castillo en el rey, fue el fin de Fouquet. Tres semanas más tarde era arrestado por el capitán Charles de Batz-Castelmore d’Artagnan (en efecto, uno de los mosqueteros del rey) y pasaría el resto de su vida en prisión. El rey se llevó obras de arte y tapices del castillo, pero también los servicios del trío Le Vau, Le Brun y Le Nôtre, quienes serían responsables de construir un capricho mucho más ambicioso, nada más ni nada menos que Versalles.
Vaux-le-Vicomte pasó de manos a través de los siglos y sus dueños actuales, los hermanos de Vogüé, buscan formas creativas de mantener en pie ese costoso lugar al que ellos llaman su hogar.
Hace unos años llegó a casa de mi madre un misterioso paquete. Bien envuelta y protegida entre dos tablas había una teja de pizarra original de Vaux-le-Vicomte. El gran domo necesitaba reparaciones y muchas de sus tejas debieron ser reemplazadas
Hace unos años llegó a casa de mi madre un misterioso paquete. Bien envuelta y protegida entre dos tablas había una teja de pizarra original de Vaux-le-Vicomte. El gran domo necesitaba reparaciones y muchas de sus tejas debieron ser reemplazadas. Los amigos y vecinos del castillo, que hace un tiempo fue declarado patrimonio histórico, se unieron para lograrlo. El primo de mi madre hizo su contribución. En el envoltorio dibujó una flecha explicando que allí, en algún lugar del domo, hay una laja que lleva nuestros nombres: María Elena Patejuk et Carola Gil.
Mi madre conoció a sus primos franceses recién en los setenta. Yo lo hice hace unos años y me encargué de repetir la visita dos veces. Me reciben con abrazos y tres besos y quesos exquisitos y por supuesto una visita inamovible a Vaux-le-Vicomte que reservan con anticipación. En nuestros encuentros siempre hay en el aire un cariño de generaciones, casi genético como mi respingada nariz polaca y un agradecimiento por esas encomiendas que cruzaban el Atlántico hasta la casa de su niñez, en la que aún viven. Para mí, esa teja es algo así como mi propio patrimonio emocional, algo que merece ser conservado y contado. Lleva la historia de familias que escaparon, de primos que se reencontraron y de heridas que sanaron.