Desvelada. Mi gabinete de curiosidades
En una caja o un frasco puede caber todo un mundo de maravillas: piedras, insectos y objetos para viajar sin pasaporte
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Salgo del mar y me rodean con una toalla. “Niño envuelto”, dice mi padre. Me gusta acostarme boca abajo en la lona y mirar la arena de cerca, tan de cerca que algunos granos se me terminan pegando a la nariz, que tiene un manchón blanco de una barra de protector solar. Recuerdo la marca, el color amarillo del envase, cómo se le pegaba siempre la arena en los bordes, pero sobre todo ese olor a verano que tenía. A tan corta distancia los granos son piedras enormes de colores, pulidas como canto rodado, transparentes, marrones y cada tanto se mezcla algún pedacito de caracol. Revuelvo con el dedo y encuentro un caracol completo, aunque tan diminuto que habría que apreciarlo con lupa. Es como un minúsculo cuerno de unicornio. Lo separo sobre la lona azul para sumar a la colección de caracoles que junté ese verano. Tengo varios ejemplares guardados en la mesa de luz y pretendo llevarlos a casa cuando se terminen las vacaciones.
Albertus Seba, un farmacéutico neerlandés del siglo XVIII, se codeaba con marineros y mercaderes que llegaban a Ámsterdam y le acercaban especies de los lugares más remotos del planeta. Él las atesoraba y clasificaba en lo que sería una de las colecciones más importantes de su tiempo. Tan importante, que terminaría vendiéndosela al propio Pedro el Grande para financiar nuevos proyectos. La colección sería la base para el Museo de San Petersburgo.
Albertus Seba pretendía catalogar todas las especies vivientes y aun aquellas como la hidra, el fénix y también el rinoceronte y el pelícano, cuyas existencias se sospechaban pero no habían sido confirmadas. En el siglo XVIII un europeo podía conocer las maravillas del mundo natural sin siquiera haber dejado su tierra. El catálogo completo, publicado en cuatro tomos, comprendía 446 planchas de grabados, muchos de ellos a color, pintados cuidadosamente a mano y con gran nivel de detalle. Cada volumen (de unos 9 kg y 51 cm de alto) es un viaje casi lisérgico por las especies que caminan, nadan y vuelan sobre el planeta.
Cuando volvimos de las vacaciones, los caracoles, cuidadosamente guardados con restos de arena en una bolsita de plástico, llegaron a destino pero despidiendo un olor fétido. Terminaron en la basura y nunca pudieron ocupar su lugar junto a mis otros objetos maravillosos: unas piedras veteadas de colores, unos trocitos de mica, unos caracoles que guardaba como tesoro de un viaje anterior y los restos ya blancos de un pedazo de coral.
En casa de unos amigos de mis padres hay un cuarto con una serie de cuadros con insectos, en su mayoría escarabajos de lomos incandescentes que brillan un poco con la luz que enciendo cuando me escapo para espiarlos mientras los grandes comen. Busco el alfiler que sostiene los cuerpos pero no llego a verlo. En otros hay mariposas de todos los colores. Menelaus blue morpho, escrito a mano en tinta negra. Al lado, otra con falsos ojos en sus alas, que creo haber leído sirven para amedrentar a los predadores. Esa noche sueño con mariposas azules que vuelan mientras las miro desde la cama.
De chica solía agarrarlas cuidadosamente de las alas mayores y las dejaba posarse en mi dedo índice. Las puntas de las patas se sienten como ventosas y hay que tironear un poco para despegarlas. No me gusta. Crecí con la idea de que ese polvo de color que se acumula en las alas es lo que las hace volar, una suerte de polvo mágico, y que si me queda en los dedos y dejando al descubierto ese diseño transparente de las alas, ya no podrán volar. ¿Vivir un día y no poder volar? Mi mente infantil no tolera la idea. De grande me entero que no es polvo lo que las cubre, sino un millón de pequeñas escamas.
Durante la enorme tarea de limpieza física y mental previa a nuestra mudanza me encontré con un frasquito de vidrio con algunas piedras, lo único que sobrevivía de la colección de objetos maravillosos que solía tener en mi biblioteca. La nueva biblioteca, esa que decidí no sobrecargar de cosas como habitualmente haría (la mudanza me ha confirmado que soy una máquina de acopiar, acumular y apilar objetos tan tapados unos por otros que al final del día no se ve ninguno) es diferente. En un rincón, entonces, coloqué simplemente unos pocos libros de arte y dos que me gustan especialmente, uno sobre gatos y el Cabinet of Natural Curiosities (Vitrina o armario de curiosidades naturales) de Albertus Seba que, en definitiva, contiene de por sí todas las maravillas naturales del planeta. Y también algunas imaginarias.