Desvelada. Nosotros, que adoramos los jardines
Quienes aman perderse entre la vegetación urbana se reconocen entre sí e intuyen el secreto de lirios, glicinas y estanques
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Habrá quienes sueñan con un gran monumento en su memoria, pero también hay quienes prefieren un rincón en su jardín favorito. Tal parece haber sido el caso de Esmé Borlase Cooke, una desconocida para los transeúntes que como yo caminan por Holland Park en Londres. Ahí, al costado de un jardín con una glicina hay un banco de plaza dedicado a ella, como otros tantos en los parques de la ciudad. En el respaldo, una simple inscripción: “A la memoria de Esmé Borlase Cooke, que adoraba estos jardines”.
Es sabido que la curiosidad mató al gato. En este caso sobreviví y solo fue una tarde agradable en Google hasta dar con su historia. Encuentro un acta de casamiento. Su nombre de soltera: Borlase Schiff. Tenía 21 años en 1921, cuando se casó en la Capilla de la Santísima Trinidad de Chelsea con Edmund Douglas Montague Cooke de 43. Desde su casa de soltera en 15 Sloane Street calculo que le llevaría una hora caminar hasta Holland Park. Ella, hija de un corredor de bolsa; él, hijo de un oficial de la marina real británica. Pero lo más importante de todo sigue siendo que adoraba estos jardines, con sus flores que parecen silvestres creciendo en distintas alturas, casi salvajes, estallando en colores todavía a finales del verano. Y en eso nos parecemos.
La obsesión inglesa con los jardines es contagiosa y comprensible.
En el jardín de una casa en Olivos, a pocos metros de la Quinta Presidencial, tres chicos cavan un pozo y revocan las paredes de lo que imaginan será su pileta. Incluso la pintan. Trabajan a destajo, y su ansiedad infantil no les permite esperar: acercan una manguera y la dejan correr. El sueño de lo que iba a ser la pileta para el verano termina siendo un pozo lleno de charcos y barro, casi un peligro. Además de quedarse sin pileta se ligan un buen reto.
Mi sueño era más ambicioso que el de mi padre y mis tíos. Un pequeño estanque no bastaba. Yo quería inundar el jardín entero y convertirlo en un parque submarino donde se pudiese nadar entre flores y helechos, impulsarse con la palmera que estaba al fondo y saltar por las medianeras de los vecinos. Por supuesto que se llenaría de peces tropicales, e iluminado por el farol que daba a las vías del tren también se podría nadar de noche.
Llevé esa imagen infantil flotando en mi cabeza toda la vida y fue una gran sorpresa encontrarme con el libro Vida en el jardín, donde otra inglesa que ama los jardines, Penelope Lively, hace un viaje por aquellos que la marcaron, los jardines de la ficción literaria, los muy reales de Virginia Woolf y su marido y los que cultivó y pintó Monet en Giverny. Todos son fascinantes en su relato, pero particularmente su jardín de la infancia en El Cairo, del que asegura podría dibujar un mapa perfecto: cada planta, cada árbol, cada piedra y cada rincón. Una vez a la semana ese jardín casi en el medio del desierto se regaba abriendo unas esclusas que daban paso al agua que venía desde la acequia. Lo inundaban por completo, tanto que se podía ver “a los peces chapoteando entre los rosales”. Se parece mucho a mi sueño de la infancia.
El Museo de la Orangerie en París está en pleno jardín de las Tullerías. Napoleón III mandó a construir el lugar, no como museo, por supuesto, sino para tener un lugar donde los árboles cítricos pudiesen resguardarse de los crudos inviernos. La pared que da al sur estaba completamente construida en vidrio, de modo que la luz llegase cómoda a las filas de árboles en su interior. La pared que da al norte, por el contrario, no tenía casi ventanas para protegerlos de los vientos helados. Tiene mucho sentido que los nenúfares y los lirios de Monet estén exhibidos en lo que fuera un jardín de invierno.
A Monet tampoco le gustaban los jardines organizados o excesivamente contenidos. Maridaba sus flores más bien por color y las dejaba crecer libremente
A Monet tampoco le gustaban los jardines organizados o excesivamente contenidos. Maridaba sus flores más bien por color y las dejaba crecer libremente. Después de una década en Giverny, compró una propiedad atravesada por un arroyo tributario del Sena y construyó su primer estanque muy a pesar de sus vecinos, que creían que sus exóticas flores envenenarían las aguas. Si no se hubiese plantado frente a ellos, o no lo hubiese hecho casi a escondidas, como esos chicos de Olivos durante una siesta, no tendríamos los jardines en Giverny ni los nenúfares colgando de las paredes ovaladas de la Orangerie. Sin esos gestos acaso nos hubiese privado de esas maravillas. A nosotros, que adoramos los jardines.