Desvelada. Lo que ilumina una vela
En el contraluz de la memoria, la muestra que llevó a Tutankamón a Nueva York dialoga con el amor paterno
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Imaginemos un cuarto oscuro y una vela en el centro. Al encenderla seguramente veamos la esfera de luz que se forma a su alrededor. One-foot candle en inglés define cantidad de luz: la medida de la potencia luminosa emitida por la fuente (en nuestro ejemplo, esa vela del centro de la habitación) a una distancia de un pie. Mi padre tenía una obsesión con la luz y recuerdo que de muy chiquita me hizo el experimento. “¿Ves? Eso es one-foot candle. En el cine se usaba esto.” Y uno podía ver claramente el círculo de luz que se formaba alrededor de la vela.
Era de tarde y estaba nevando en Nueva York. Vista a la distancia parece la escena de alguna película, tanto que le modifiqué el color al recuerdo y tiene tonos Polaroid o aquellos de los revelados seventies: la ropa de mi madre tiene esos colores; el Montgomery de mi padre con sus enormes botones de hueso, lo mismo. No sé si el color aparece tras el revelado o si las fotos se decoloraban con el tiempo, guardadas en cajas en el placard: cuando uno se acordaba de sacarlas habían pasado treinta años.
La gran nevada en Nueva York había obligado al avión a sobrevolar el aeropuerto por varias horas antes de aterrizar. Había carros de bomberos en la pista y todo estaba tan desbordado que conductores particulares sacaban gente de los aeropuertos.
Mi madre recuerda ese viaje como “el año en el que te perdiste dos veces”. A modo de broma le digo que a mis siete años, para mí es “el año que me perdieron dos veces en Nueva York”. La que recuerdo de las dos es en un ascensor, agarrada a un tapado que hubiese jurado que era el de mi madre. Cuando miré hacia arriba, me había equivocado de tapado y de madre. Una versión precoz de Mi pobre angelito: sin casa en los suburbios pero con una Argentina en plena plata dulce.
Estábamos llegando tarde y el Museo Metropolitano iba a cerrar en pocas horas. Era una carrera contrarreloj. Mi ansiedad por ver la muestra de Tutankamón era tal que subimos la escalinata de piedra corriendo, pagamos el precio sugerido, nos abrochamos esos botoncitos con la M mayúscula en tipografía con serif que se llama razonablemente The Met Serif y seguimos a toda velocidad por los pasillos. Más de ocho millones de personas vieron aquella muestra prestada por Egipto durante los años que estuvo ahí. Le aportó a la ciudad 111 millones de dólares en hotelería, turismo, actividad gastronómica, compras y transporte. Hasta los propios organizadores se sorprendieron ante la fascinación neoyorquina por el joven faraón, las momias que lo acompañaban y su abundante ajuar.
El faraón era apenas un adolescente cuando murió y su máscara mortuoria en oro con el conjuro protector escrito en jeroglíficos por detrás de sus hombros, lejos de disimular la muerte, hablaba directamente de eso.
Un crítico de la muestra dijo algo así como “La sorprendente pureza del arte niega la muerte y disolución a su alrededor”. A mis pocos años hubiese podido contradecirlo fácilmente. Parte de mi propia fascinación tenía que ver justamente con saber que dentro de esos sarcófagos había cuerpos momificados de lo que alguna vez habían sido personas. El faraón era apenas un adolescente cuando murió y su máscara mortuoria en oro con el conjuro protector escrito en jeroglíficos por detrás de sus hombros, lejos de disimular la muerte, hablaba directamente de eso. Imposible no pensar en lo que sintió Howard Carter cuando desató el nudo que abría las puertas e iluminó con un farol la antesala de la tumba sellada por más de 3000 años donde estaban, según sus propias palabras, todas esas “cosas maravillosas” que acompañarían a Tutankamón a la siguiente vida. Yo solo pensaba en lo que yacía debajo de las capas de oro y madera de ese sarcófago. Hubiese querido levantar la tapa y ver las vendas. Muda, asustada, en respetuoso silencio. No entendía que ya entendía lo frágil que era la vida.
Con muchos años de Parkinson encima, antes de perder completamente la conciencia y apenas unos quince días antes de morir, mi padre armó una valija de escape. No era una valija propiamente dicha, sino un maletín metálico en el que originalmente venían piezas de una cámara de filmación Arriflex, la única disponible en la Argentina en los ochenta, que usó para dirigir infinidad de cortos publicitarios. En ese maletín con combinación de seguridad guardó un pasaporte vencido, envases plásticos para rollos de fotografía, una foto mía, varios lápices y un fotómetro. Supongo que en su cabeza eso era todo lo que creía necesario para su último viaje: recuerdos de su hija, algo para dibujar, documentación que garantizase la entrada a la otra vida y, como siempre, un aparato que le permitiera medir la luz.