Desvelada. Las partes de una sombra
Todos somos criaturas nocturnas a la hora de jugar con lo que dejan entrever la luz y la oscuridad, el truco y el sortilegio
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¿Cómo es posible ser engañada de esta manera? ¡Tan obviamente! Las polillas, mariposas nocturnas y otros bichos que no reconozco a la distancia revolotean alrededor del farol de la calle que da justo a mi balcón. Ahí están como locas en ese vuelo histérico sin sentido (y un poco desesperado) que siempre tendrá un final trágico: ser devorados por algún depredador más grande (o más astuto, como en el caso de una araña que ha decidido tejer su tela allí) o arder por el calor hasta secarse. Como la de Romeo y Julieta, la historia de amor entre las mariposas nocturnas y la luz artificial es una atracción fatal sujeta a fracasar.
Como criaturas de la noche, suelen guiarse por el brillo de la luna, una suerte de brújula que les indica dónde están, como esa estrella que buscaban los marineros en altamar. De alguna forma, la fuente de luz es también fuente de ubicación de sus cuerpos en relación al espacio. Una guía. En los pocos años desde la aparición de la electricidad, al menos en términos de su evolución, no han podido aún discernir entre la luz de la luna y la del neón. Me da pena. En este Truman Show de insectos voladores me distraigo antes de irme a dormir.
Cuando finalmente apago las luces para que todo quede a oscuras, el ventanal hace exactamente lo contrario: el cielorraso se convierte en una enorme pantalla de sombras chinescas que proyecta extrañas figuras que se mueven apenas en las noches de viento. Me apoyo contra el marco del pasillo y me quedo observándolas. A veces me acuesto en el sillón y las vigilo. La guardia nocturna: Rembrandt estaría orgulloso. Sombra, umbra y penumbra. Trato de adivinar la forma real que tienen los árboles del otro lado de los faroles que se proyectan en el techo. Dentro de las mismas sombras, busco las porciones de más oscuridad, la umbra, y sigo con el dedo las partes más claras, en los bordes, la penumbra. Los árboles de mi techo son muy distintos a los de la calle, y sin embargo tengo en el living un bosque de luces y sombras animadas.
En ese rito infantil del beso de buenas noches, aunque probablemente no se lo llamaba así en mi casa de tan poca formalidad, mi padre viene a mi cama y antes de despedirnos pone la pequeña lamparita en el suelo y me señala la pared blanca frente a nosotros. Inmediatamente de una esquina viene saltando una liebre (¿o es un conejo?) que baja por la línea de un horizonte imaginario hasta desaparecer. Desde arriba entra volando un cóndor enorme que cada tanto planea con el viento. Mi padre tiene sus manos extendidas y agarradas de los pulgares. Uno de sus de sus dedos forma un pico y hasta creo adivinar las enormes garras. Por suerte la liebre ya huyó. Después viene el lobo que abre su boca y aúlla a la luna con la mano de mi padre de costado y separando los dedos con el pulgar haciendo de oreja. Me muestra cómo hacerlo pero mi dedo anular no puede pegarse con el meñique. Mi lobo no sabe aullar. Se ríe. Me duermo en medio de una selva de luces y sombras que desfilan por la pared. Puede que sueñe con conejitos de narices inquietas.
Hay innumerables relatos acerca del origen de las sombras chinescas, uno de ellos en el Libro de Han, un clásico de la historia china terminado en el año 111, que cubre desde el ascenso del primer emperador de la dinastía Han en el 206 a. C. hasta el 25 d. C.
Hay innumerables relatos acerca del origen de las sombras chinescas, uno de ellos en el Libro de Han, un clásico de la historia china terminado en el año 111, que cubre desde el ascenso del primer emperador de la dinastía Han en el 206 a. C. hasta el 25 d. C. Según lo que se lee allí, todo comienza en otra trágica historia de amor. No pudiendo olvidar a Li, su joven esposa muerta, el emperador Wu, de la dinastía Han, consultó a un alquimista. Este juró tener el poder para convocar al espíritu de la mujer. Encendió unas velas, montó una tienda, puso una mesa llena de delicias y vinos y le pidió al emperador que se sentara en una tienda contigua. Así fue que desde ese otro sitio vio lo que parecía ser la figura de Li, que llegaba suavemente para luego desaparecer. Wu intentaba alcanzarla pero no le permitían acercase a ella. En su terrible pena escribió un poema: “¿Eras tú? Me puse de pie para verte. Sin embargo, nunca viniste”. La luz de unas velas, una marioneta y la sombra de una mujer reflejada sobre un paño blanco pueden haber sido los primeros pasos que dieron lugar al arte de las sombras chinescas.
Cada tanto, frente a una pared blanca, me veo tentada a ensayar alguna que otra especie contra ese telón. Más que nada el conejito, que me encuentra haciendo una inadecuada V de la victoria. Ahora que soy grande no hay sombras de animales que desfilen por mi cuarto; pero si por casualidad me desvelo en mitad de la noche, siempre puedo acostarme en mi sillón del living y escaparme un rato a una selva tropical hasta que el sueño vuelva.