Desvelada. La noche en que me bebí una casita
“Una chica hace lo que una chica tiene que hacer”, dice un dicho que se lleva muy bien con los viajes y alguna que otra ginebra
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En un estante de mi biblioteca hay una fila de casitas de cerámica de Delft de las que suele regalar una aerolínea a sus pasajeros. Una al lado de la otra imitan lo que podría ser una cuadra de Ámsterdam, sin sus canales. Están estratégicamente colocadas casi tocando los libros que hay detrás, de forma tal que mis dos gatos exploradores, Mimicha y Emilio, no las tumben en algunas de sus no poco frecuentes expediciones nocturnas. Sería una tragedia que cayeran, no solo porque son recuerdos de viajes que atesoro, sino porque además, si uno las sacude, se da cuenta de que contienen líquido en su interior, que no se escapa simplemente porque sus chimeneas se encuentran selladas con una suerte de lacre como el que se usaba para cerrar sobres. Así como sus distintivos colores azul y blanco son un clásico neerlandés, lo es también la bebida que tienen dentro: ginebra. Pareciera que detrás de toda gran bebida siempre hay algún monje, y benedictino. No me detendré en Dom Pérignon (aunque me sobran agradecimientos para el buen hombre), sino en los benedictinos de Salerno, en el sur de Italia, que solían hacer preparaciones medicinales con enebro, una hierba que hacía siglos ya viajaba en los maletines de los médicos. Nunca falta un desvío en el camino de la santidad y el remedio se convirtió en ginebra.
Sé que las casitas contienen ginebra porque demás de estar escrito en letras azules en su base, una noche de hace varios años me bebí una. Soltera, sola, sábado a la noche en una Buenos Aires helada y aún no tomada por el delivery, desde mi heladera me saludaban un medio limón con una incipiente colonia de hongos creciéndole encima y dos cebollas con tallos verdes que me hacían dudar acerca de cómo era que fotosintetizaban en plena oscuridad. La operación fue sencilla: acerqué un encendedor y dejé que el fuego hiciese su trabajo. Cuando el lacre se derritió por completo, vertí (por la chimenea) la ginebra, retrocedí un poco al acercarle la nariz y le sumé unos hielos. A girl’s gotta do what a girl’s gotta do, reza el dicho, algo así como “una chica hace lo que una chica tiene que hacer”.
Detrás de ese pequeño pueblo fantasma de casitas en mi biblioteca se levanta un paredón de libros. Casualmente, entre ellos se encuentra El jilguero, de Donna Tartt, esa historia que empieza con una explosión en el Metropolitan Museum de Nueva York y el cuadro de Carel Fabritius, que desaparece entre el polvo y los escombros. En la tapa está la reproducción de la obra.
Detrás de ese pequeño pueblo fantasma de casitas en mi biblioteca se levanta un paredón de libros. Casualmente, entre ellos se encuentra El jilguero, de Donna Tartt, esa historia que empieza con una explosión en el Metropolitan Museum de Nueva York y el cuadro de Carel Fabritius, que desaparece entre el polvo y los escombros. En la tapa está la reproducción de la obra. El cuadro original muestra al jilguero mirando por encima de nuestro hombro derecho, parado sobre un comedero con sus plumas doradas y su patita atada con una cadena casi imperceptible al aro. No hay mucho más que un fondo con su sombra, la firma de C. Fabritius y la fecha, 1654. El artista, de la escuela de Delft, fue discípulo de Rembrandt y siempre me llama la atención que haya decidido hacer esta obra tan pequeña (mide 33,5 por 22,8 centímetros). Tengo clarísimo lo que son 30 centímetros porque así era la clásica regla que llevábamos al colegio.
Me desvelo buscando jilgueros en Internet. ¿Porqué habrá elegido pintarlo solo? Me sorprende también el hecho de que es un pájaro que aparece en innumerables obras. Sin perder demasiado tiempo me encuentro uno enorme, casi monstruoso, del tamaño de los cuerpos humanos desnudos que lo rodean, en el panel central de El jardín de las delicias. En el pico lleva un racimo o una fruta que podría ser una mora. Vaya a saber uno, justo hoy, aunque quisiera, no tengo tiempo para perderme en El Bosco. Veo que Rafael tiene una Madonna del jilguero y Da Vinci también lo esconde en su Madonna Litta. Si uno logra acercarse lo suficiente (algo imposible en un museo actual pero sí en mis desvelos cibernéticos nocturnos), encuentra que el regordete niño Jesús de pelos rizados se agarra con la mano derecha al pecho de su madre y con la otra, casi escondido entre el manto de la virgen, tiene apretado un jilguero pequeñito. Leo más tarde que la presencia del pájaro simboliza lo que será su futura pasión.
Hoy diez de octubre estaré pasando mi cumpleaños de viaje. Con suerte visitaré el Metropolitan. No veré a mi diminuto amigo ya que la obra es parte de la colección del museo Mauritshuis en La Haya, pero seguramente me traiga algún recuerdo. Las casitas, a excepción de la que tiene la chimenea abierta, están intactas, conservan aún su lacrado y mi bar, hoy, a un año de pasado el medio siglo, está bastante mejor provisto.