Desvelada. La historia que cuenta un árbol, en su día
El secreto más íntimo de los árboles está en sus anillos; quizás allí también se guarden los rastros de nuestra vida junto a ellos
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Esa Navidad mis padres habían decidido comprar un árbol vivo en reemplazo de los desplegables de plástico que se montaban y desmontaban para la ocasión, y bien pasado el día de Reyes seguían ahí juntando polvo. Porque claramente a nadie le entusiasma desarmar un árbol navideño. Se trataba de un pinito bajo que llegó en una maceta de lata y apenas aguantaba los adornos que le colgamos. Para cuando ya había pasado la Navidad y se lo alivió del peso de borlas y guirnaldas metalizadas y angelitos y luces que se prendían y apagaban intermitentemente durante toda la noche, nadie quiso deshacerse del pino y fue plantado en el frente de la casa. Contra todo pronóstico, el paso a la tierra donde debía estar más cómodo que en su maceta no fue fácil: al pino le costaba crecer y mi padre le tenía muy poca fe.
Un hombre al que en el barrio llamábamos “el linyera” y que solía andar por la zona se detuvo un día frente al árbol y se ofreció a curarlo. Al rato volvió con ungüentos y trapos que envolvió alrededor del tronco a la altura de donde parecía estar “la peste”, todo bajo la escéptica mirada de mi padre. Cada noche, cuando hacía el camino por Rosales hacia la estación Olivos, se detenía a revisarlo y de tanto en tanto le cambiaba las vendas. Un buen día, el linyera dejó de andar por el barrio.
La dendrocronología es la ciencia que estudia los anillos de crecimiento de los árboles. Si uno tala el tronco podrá reconocer en sus anillos una médula más oscura mostrando su primer año de crecimiento, las épocas de lluvia, las sequías (si las hubo), un incendio en el camino y algún otro episodio climático en su historia que aparecerá con la forma de una suerte de cicatriz para quien sepa leerla. Los árboles nos hablan del pasado y son enormes máquinas vivientes de registro de su entorno.
El padre de la dendrocronología, A. E. Douglass, comenzó su trabajo en una ciencia muy diferente: la astronomía. Lo hizo junto a un millonario benefactor del estudio de los cuerpos celestes, Percival Lowell, que había montado un observatorio en pleno desierto para buscar vida en Marte y creía haberla hallado. También creía haber visto a través de la lente de su telescopio rayos que salían de Venus, aunque sus colegas concluyeron que era más probable que estuviese viendo el reflejo de su propio globo ocular. Más que un gran descubrimiento acerca del planeta que llevaba el nombre de la diosa romana del amor, había ido de viaje por su propia anatomía y nunca lo supo.
En la búsqueda de cielos sin nubes que permitiesen una buena observación de los astros, la dendrocronología terminó naciendo en un lugar casi sin árboles. Allí fue donde Douglass sacó sus primeras conclusiones acerca de los ciclos solares y cómo influyeron sobre el clima y las especies en la Tierra, y por supuesto, sobre los árboles. Pero esa es otra historia y Valerie Trouet la explica mucho mejor que yo en su libro Escrito en los árboles: la historia del mundo contada en anillos, que casualmente llegó a mis manos mientras escribía esta nota.
Si alguna vez bastó con hacerme upa para colocar una estrella en lo más alto de la copa del pinito, hoy, cuarenta años después, tendría que hacerlo desde el balcón del quinto piso del edificio que construyeron sobre lo que alguna vez fue mi casa. Ahí sigue el árbol que superó “la peste”, alto y flacucho y hasta inmortalizado en las vistas de calle vía Google Maps.
Yo imagino otra ciencia, una ciencia oculta tal vez, que también estudie los anillos de los árboles que nos acompañaron, junto con el registro que tienen de todo lo que vivimos.
Yo imagino otra ciencia, una ciencia oculta tal vez, que también estudie los anillos de los árboles que nos acompañaron, junto con el registro que tienen de todo lo que vivimos. En esa ciencia imaginada me pregunto qué sucedería si talásemos el pino alto de la calle Rosales. ¿Podrían verse en sus anillos los sucesos de nuestras propias vidas? ¿Aparecería esa primera Navidad en la que le colgamos borlas y aquella guirnalda que yo solía usar de boa para pasearme por la casa como una diminuta vedette del Maipo? ¿Mostraría alguna de las cicatrices que también llevamos nosotros? ¿Tendría una corteza dura y resistente como mi madre?
No me gusta demasiado volver a Olivos, pero cuando lo hago, siempre me aseguro de agarrar Rosales y antes de bajar la barranca, mirar a la izquierda, medirlo de reojo y asegurarme de que esté ahí. Y de que siga creciendo.