Desvelada: la enigmática reliquia prehistórica que atesora mi familia
Entre Europa y la Argentina, la historia de una familia vive en sus fotos, viajes, relatos... y una curiosa pieza de la época de las cavernas
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Durante la Segunda Guerra Mundial, el escritor y viajero Bruce Chatwin pasó una temporada con su madre en casa de sus abuelos paternos. Allí había una vitrina con curiosidades, entre ellas, un extraño objeto que tuvo a Chatwin fascinado durante toda su niñez: un recorte de cuero con pelos rojos. Cuando preguntó qué era, la respuesta fue comprensiblemente fascinante: un pedazo de brontosaurio. Uno de los primos de su abuela había encontrado los restos en una cueva de la Patagonia chilena y después de haberlos vendido al Museo Británico, separó un sector de piel con pelos y se lo envió. Se trataba en realidad de un milodón, una suerte de perezoso gigante. Años después esa anécdota infantil inspiraría a Chatwin a escribir su clásico En la Patagonia y más tarde aún al cineasta Werner Herzog a visitar el museo de La Plata para filmar los restos de un milodón para su película Nómade: tras los pasos de Bruce Chatwin.
En Moisenay, un pueblo diminuto a menos de una hora de París, un arado levanta lo que parece ser una roca. No lo es. Cuando inspeccionan de cerca el objeto notan que se trata de una de esas herramientas típicas de la edad de piedra
En Moisenay, un pueblo diminuto a menos de una hora de París, un arado levanta lo que parece ser una roca. No lo es. Cuando inspeccionan de cerca el objeto notan que se trata de una de esas herramientas típicas de la edad de piedra. Bordes afilados, tallada con cuidado y del tamaño perfecto para sostenerla y cortar. El arado las levanta seguido.
Mi abuela visita a su hermana en Francia. Años antes ambas habían escapado de Polonia con diferentes destinos. Mi abuela a Buenos Aires con un pasaporte prestado; en algún momento en ese cruce del Atlántico también perdió su nombre y pasó a usar el que estaba escrito en el documento. Su hermana se instaló en Francia y formó una familia a la que en casa llamábamos “los primos franceses”. Lo cómico es que cuando ellos nos presentan a sus amigos se refieren a nosotros como les cousins de l’Argentine (nuestros primos argentinos). Dos guerras más tarde compartimos vinos y quesos bajo los árboles en los que seguramente sesenta años atrás también comió mi abuela.
De ese viaje a Francia volvió con fotos en blanco y negro con mi abuelo, ambos muy serios frente a la Torre Eiffel (nunca supe si no se estilaba sonreír en las fotos en la época) y algunos regalos. En la valija también trajo esa especie de hacha prehistórica, levantada por el arado, regalo de su hermana. Extrañamente, en casa de mi madre pasó a ser un pisapapeles y algún día, como a Chatwin, me tocó preguntar qué era.
–Una herramienta prehistórica.
En definitiva, no es más que otra historia de inmigrantes. Uno cambia los fettuccini por un chucrut, una verdulería por un almacén, un Giovanni por un Ulrich o un campo que abarca una porción enorme de la provincia de Buenos Aires por esa esquina de Olivos en la que vivían mis abuelos polacos. Cracovia y Varsovia, dos barcos diferentes, una breve estadía en La Boca previo paso por el Hotel de Inmigrantes, un casamiento con los testigos disponibles, una mudanza a Olivos, la llegada de mi madre, la rubiecita de nariz levemente respingada y vestiditos impecables. La historia continúa con un colegio inglés, un club de rugby, un casamiento en una capilla de La Lucila, otra casa en Olivos y yo. Nariz definitivamente respingada y nada de vestiditos impecables. De chica ansiaba mucho más ser la Mujer Biónica que Sissi emperatriz.
Como era de esperarse, al pasar de mano en mano, la pieza sufrió una avería que mis dotes de restauradora experta no lograron disimular, ni siquiera con las innumerables capas de Voligoma invertidas en su reparación
¿Quién tenía en su casa herramientas de los hombres de las cavernas? ¿Cuántas figuritas con brillantina podían obtenerse a cambio de prestar por unos minutos un pedazo de piedra que tal vez había sido usado para desgarrar la gruesa piel de un mamut? Un día, en cuarto grado, la escondí en la mochila y la llevé al colegio. Como era de esperarse, al pasar de mano en mano, la pieza sufrió una avería que mis dotes de restauradora experta no lograron disimular, ni siquiera con las innumerables capas de Voligoma invertidas en su reparación. Mi madre se estará enterando mientras lee estas líneas. Cada vez que visito su casa me encargo de comprobar si está. Sería una pena pensar que sobrevivió miles de años y mi traspié para desaparecer. La última vez que verifiqué estaba en medio de un cajón, entre cubiertos y cucharitas de café. Pensé en robarla por segunda vez, pero no era urgente. Ahí estaba, igual que siempre, “mi pedazo de brontosaurio”.