Desvelada. La condesa Olenska nunca se dio vuelta para mirar
Cuando dejamos que el azar, sin ninguna razón lógica, intervenga en una historia de amor
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Cuando éramos chicas había un juego (o tal vez una maldición) que consistía en lo siguiente: la que pisaba las líneas que dividen las baldosas “tenía novio”. Entonces íbamos saltando por el patio del colegio esquivando las juntas, en una coreografía extraña en la que no valía distraerse. Si alguna pisaba la ominosa línea se convertía en objeto de burla y era sometida a interminables “tiene novio, tiene novio” (estirando la primera “o”: noooovio) como si se tratase de la peor de las vergüenzas. Unos años más tarde, de haber sabido que el ritual funcionaba, habríamos estado pisando exclusivamente las divisiones para hacer que el chico que nos gustaba nos mirase aunque más no fuese. Pero ya no jugábamos a eso.
Para entonces ya recurríamos a estrategias menos físicas y más acordes a un ya maduro intelecto. En un papel anotábamos nuestro nombre, abajo el del chico que nos gustaba y por un complejo proceso que no recuerdo bien íbamos cancelando las letras que había en común con la frase true love (amor verdadero). La operación arrojaba un porcentaje que expresaba el mucho o poco éxito que tendríamos en esa relación (al momento inexistente, por supuesto). Con un 93%, el papelito se guardaba como un tesoro. Con un 8%, en cambio, era automáticamente descartado y se trataba de embocarlo en un único tiro en el tacho de basura al frente de la clase. Si entraba, el amor volvía a tener chances de triunfar y revertía el mal presagio. Si caía al suelo, fracaso asegurado. Y una amonestación. Así de frágiles eran las posibilidades del amor: puro pensamiento mágico, dependiendo de un único hecho azaroso.
Me quiere mucho, poquito, nada. Mucho, poquito, nada. Los pétalos de la margarita iban desprendiéndose uno a uno y hacia el final, quedando tres, una ya podía darse por enterada del final. Así de simple, así de terrible. Con un crisantemo al menos había más tiempo para mantener la esperanza.
Sosteniendo el cabito de la manzana entre el índice y el pulgar y pronunciando la letra A (en voz alta) con el primer giro, se avanzaba una letra por vuelta. Cuando el cabito se separara de la manzana revelaría la inicial del nombre de un futuro amor. Valía tironear un poquito para hacer coincidir el desprendimiento con la letra buscada. Una cosa era segura: nadie encontraría jamás un amor que empezara con X.
Para La edad de la inocencia Edith Wharton comenzó con una serie de notas tituladas “La vieja Nueva York”, que se convirtieron en una novela que sigue los pasos de Newland Archer, el joven abogado cuyo futuro matrimonio con su prometida May Welland se ve amenazado por la aparición de la exótica prima de May, la condesa Ellen Olenska. Los matrimonios por amor no estaban de moda y las reglas tribales de esa “vieja Nueva York” eran las que regían. Viniendo de una familia acomodada que pertenecía a la crème de la crème, emparentada con los Astor y conocedora de todos los tejes y manejes sociales de la época de oro neoyorquina, y con la colaboración de su amiga Minnie (Mary Cadwalader Rawle Jones), que la ayudaba a reconstruir los recuerdos de ese tiempo, Wharton escribió su obra de cerca, de lejos, desde adentro y con emoción. Y como premio, además, fue la primera mujer en llevarse un Pulitzer, en 1921.
La condesa Olenska, objeto absoluto de su amor, está parada sobre un muelle mirando el mar, y deberá darse vuelta antes de que un barco cruce una determinada línea, marcada por un faro. Sólo así él se acercará a hablarle.
En una escena de La edad de la inocencia, la película que hizo Martin Scorsese sobre el libro de Wharton, vemos a Newland Archer apostando toda su pasión a un juego de azar: la condesa Olenska, objeto absoluto de su amor, está parada sobre un muelle mirando el mar, y deberá darse vuelta antes de que un barco cruce una determinada línea, marcada por un faro. Sólo así él se acercará a hablarle. Pero el barco pasa lentamente por el horizonte, se esconde detrás del faro y madame Olenska jamás se da vuelta. Archer pierde esa apuesta tal vez absurda: no se acercará a hablarle y acaso su vida termine siendo (como él mismo teme) la de un hombre al que nunca le pasará nada.
Ya no tiramos de los pétalos de margaritas (aunque a veces siga siendo tentador), pero pensamos en esa escena con el mar, el horizonte y una mujer en un muelle con un vaporoso vestido de verano; una mujer que no se da vuelta para mirar y cambia el destino de todo. A pesar de perder la apuesta del barco y el faro: ¿hubiésemos bajado al muelle a buscarla?