Desvelada. Historias entrelazadas como hilos
Un viaje es una buena oportunidad para fundir el presente con el pasado y descubrir detalles hasta entonces no vistos
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En la estación nos espera René, el primo de mi madre. Es un viaje corto en auto desde Melun (a una hora de París) hasta su casa, pero hace una parada imprevista en un viejo castillo (vaya redundancia) y nos hace recorrer la pequeña fortificación que lo rodea. El calor es insoportable y no entiendo este desvío cuando ya me imaginaba sentada bajo los árboles con una copa de vino rosado. Además, maldigo haber elegido unos jeans en lugar de un solero liviano. Pero como soy una sobrina educada sigo sus instrucciones y caminamos los tres en fila india hasta una iglesia pequeñita, a unos pocos metros. Nos hace entrar. Cruzo miradas con mi marido y revoleo un poco los ojos. Me devuelve una mirada que es mezcla de “no seas malcriada, seguí caminando” y “yo también querría estar tomando un vino”.
En cuanto entramos, René nos entrega unas velas largas y finitas y nos lleva a un altar. Prende una y me dice pour Toti. Toti, mi padre, murió unos meses antes, y René, que lo vio solo una vez en los años setenta, me da la vela para que encienda en su memoria. Sonrío entre lágrimas y me olvido del rosé. Sumamos velas por mis abuelos, los padres de mi marido, los de René y no sé quién más. La iglesia está vacía, fresca y silenciosa. Cuando nos vamos le sonrío a René y balbuceo un merci entrecortado, aún emocionada.
Mi marido planifica nuestros viajes con el cuidado que un antiguo cartógrafo le dedicaría al trazado de las líneas de un mapa. Lee, busca, pregunta y finalmente regresa a mí con un plan de acción que no cuestionaré. Un poco por confianza y otro por pereza. Como mucho sumo alguna sugerencia o pedido.
El viaje por la Provence que seguía a la visita a la parentela francesa, incluía el pedido de lavandas en flor, quesos, viñedos, historia y paisajes. Las lavandas estaban fuera de temporada y el resto fue sencillo de encontrar. Cuando llegamos a la estación de Avignon, buscando el auto que yo manejaría en los días siguientes, ya estaba todo cuidadosamente anotado en tinta azul en un cuadernito a rayas. Se incluían las distancias entre un pueblo y otro y algunos de los imperdibles en cada lugar. El primer destino era Nimes.
Mi primera dosis de historia vino en la forma de un puente que parecía salido de una Astérix. Buscando más tarde encuentro una viñeta. Parado junto a ese mismo Pont du Gard, Astérix comenta enojado: “Con sus construcciones modernas, los romanos han arruinado el paisaje”. Enfundado en su clásico pantalón de Racing, Obélix asiente con desdén.
Al día siguiente, por si aún no estaba satisfecha de estar lo más en Roma que se puede estar fuera de Roma, tuve mi coliseo en miniatura en pleno centro de Nimes, actualmente una plaza de toros. Mientras nos llenamos los pies de polvo recorriéndolo, preferí no pensar en la sangre caliente de un toro chorreando sobre esa tierra casi blanca.
Podría haber pensado para distraerme en la tintura azul índigo. Cambio de color. Tiene más de 5000 años de historia y si bien su nombre refiere a la India también era usada en el este de Asia y Egipto. El tinte azul profundo, casi violáceo, viene de un intrincado proceso de las hojas de la Indigofera tinctoria solo justificado por la belleza del resultado final.
Podría haber pensado para distraerme en la tintura azul índigo. Cambio de color. Tiene más de 5000 años de historia y si bien su nombre refiere a la India también era usada en el este de Asia y Egipto. El tinte azul profundo, casi violáceo, viene de un intrincado proceso de las hojas de la Indigofera tinctoria solo justificado por la belleza del resultado final.
Ante la imposibilidad de hacer crecer la planta, Europa encontró la solución en sus colonias americanas con otra planta, la Amorpha fructicosa, también llamada falso índigo o índigo bastardo. Para el siglo XVIII el puerto de Génova era el mayor comprador de esta versión, que se usaba para el teñido de algodones y linos en Inglaterra y Francia. Génova se volvió famosa por el desarrollo de un género de algodón teñido de azul profundo, sumamente resistente, ideal para la ropa de trabajadores y pescadores. El “Bleu de Gênes”, azul de Génova, evolucionaría en el “jean” en inglés. Dado que la mayor parte de este azul se exportaba a Nimes, entonces una metrópolis de textiles, pronto se desarrolló una versión local igualmente robusta y resistente. Esta tela asargada, hecha de un patrón con dos hilos diagonales, uno teñido de índigo y otro en un blanco natural, se veía de color azul oscuro, aunque en el reverso era de un celeste más claro por la mezcla con el hilo blanco. El “Bleu de Gênes” tuvo una versión propia “de Nimes”, y se llamó Denim.
Arremangados los jeans a la altura del tobillo logro ver ese reverso al que nunca le presté mayor atención, salvó que, sí, siempre es más claro del revés. Me pregunto si así se verían entonces los hilos blancos cruzados con los azules: siempre me gustaron las historias entrelazadas por los detalles más pequeños.