Desvelada. Gusanos de seda y corazones rotos
Lejos de la antigua Ruta de la Seda y cerca de la ilusión infantil, un recuerdo evoca sorpresas y algún desencanto con lo exótico
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Colecciono falsos kimonos de exóticos estampados que me gusta usar con jeans y ojotas. En un cajón debajo de mi cama guardo dos saris de seda natural que compré en una feria americana a una familia diplomática que regresaba a Delhi y nunca supe muy bien qué hacer con ellos. Aprendí, sí, a hacer los mil y un dobleces a la falda y esa vuelta por encima del hombro. Un año compré kilos de una lana gruesa, y recuperándome de un mal de amor, tejí algo que no se sabe si es un chal o un camino para tapizar Corrientes desde Carlos Pellegrini hasta el bajo. Solo sé tejer a lo largo y el corazón lo tenía muy roto.
En el colegio al que fui primario y secundario, los recreos eran un momento preciado para todo lo que era tráfico ilegal de bienes y servicios. Ahí se podía conseguir a precios negociables desde una untuosa torta de chocolate chorreando de dulce de leche vendida por futuras egresadas en busca de dinero para su viaje, una redacción completa en passé composé, el talento de una artista para completar una naturaleza muerta y hasta alguien de tu misma talla que te prestara botines con clavos de atletismo (algo que nunca estuvo entre mis necesidades).
Cada tanto en este mercado que abarcaba sobre todo el recreo de mediodía (el más largo) aparecían bicocas irresistibles. Fue en una de esas ocasiones que me tenté: “Gusanos de seda”, decía por lo bajo una chica unos años mayor, mientras apenas te dejaba espiar en la oscuridad de su bolso de jean. “Quiero”, dije. Y ella me entregó disimuladamente unos cartoncitos que apenas miré por encima y escondí en mi mochila durante el resto del día. Mientras me alejaba, casi como las últimas instrucciones que recibía el comprador de un Gremlin alertado sobre los peligros del agua y la alimentación después de la medianoche, me avisó que todavía no habían nacido. Y lo más importante “Solo comen hojas de mora”.
Los metí en una caja de zapatos en el fondo de mi ropero y me propuse vigilarlos metódicamente para verlos nacer, pero ya asumiendo que había sido estafada.
Asentí y no volví a abrir la mochila. Para mi desilusión, cuando lo hice, los cartones simplemente tenían unos puntitos pegados, minúsculos, lo menos fascinante que había visto en mi vida. Son huevos, no gusanos, pensé. Los metí en una caja de zapatos en el fondo de mi ropero y me propuse vigilarlos metódicamente para verlos nacer, pero ya asumiendo que había sido estafada. Luego de la lección que nos habían dejado los Sea Monkeys, esas pequeñas larvas de mosquito promocionadas como verdaderas familias acuáticas en las retiraciones de tapa de las revistas de historietas, me creía invulnerable. Más no.
La antigua Ruta de la Seda que unía a China con Occidente permitía el intercambio de bienes, ideas y plagas entre las dos grandes civilizaciones de Roma y la China. La seda iba hacia el Oeste y lanas, oro y plata, hacia el Este. Los más de 6000 kilómetros desde Sian seguían el recorrido de la Gran Muralla, cruzaban desiertos y montañas hasta llegar al Levante mediterráneo para así finalmente cruzar el mar y llegar a Occidente.
Una mañana, yendo a buscar mi camisa planchada para el colegio, espié dentro de la caja: esos puntitos pegados al cartón se habían convertido en pequeños gusanos que ya parecían hambrientos
Una mañana, yendo a buscar mi camisa planchada para el colegio, espié dentro de la caja: esos puntitos pegados al cartón se habían convertido en pequeños gusanos que ya parecían hambrientos. Me propuse pasar al regreso por los árboles de moras que crecían junto a lo que en ese tiempo era la vía muerta sobre la calle Nogoyá. Apoyé mi bicicleta en el pasto y caminé hasta el árbol. Para mi sorpresa, cuando alcé la vista para evaluar la mejor manera de treparlo, se encontraba absolutamente pelado. ¿Cómo podía ser que estos irrespetuosos gusanos milenarios no tuvieran el instinto de nacer cuando había que nacer? O comer lechuga, para el caso. En una segunda inspección noté pequeños brotes esperando abrirse y me llevé lo que pude. Los gusanos los devoraron y cuando finalmente pude llenarlos de las grandes hojas de mora empezaron a crecer bestialmente, blancos, cremosos y con el tiempo me acostumbré a sus piecitos con ventosas sobre mi mano. Un buen día, como era de esperarse, hicieron sus capullos.
De haberlos llevado a un cumpleaños infantil, bien podrían haber sido confundidos con Chizitos. Mis amigos los gusanos estaban dentro de sus capullos y una verdadera artesana de la seda habría tenido que hervirlos en busca del noble hilado. Por supuesto no lo hice y no obtuve ningún beneficio por ello, más bien todo lo contrario: una mañana fui despertada por el aleteo incesante de unos polillones blancos bastante repugnantes. De no haber sido porque aún estaba en el primario y la película no se estrenaría hasta años más tarde, todo me hubiese sonado a una escena de El silencio de los inocentes. Lejos de la valentía de la agente Starling, me limité a abrir la ventana, levantar la tapa de la caja y liberarlos. Vaya a saber qué suerte corrieron en los salvajes cielos de Olivos. Es sabido que la Ruta de la Seda trajo belleza y exotismo, pero tuvo también su cuota de terror, dolor y sangre.