Desvelada. Estas plantas pueden matar
Benévola o letal, obsesión de aristócratas o prenda de amor de alguna abuela, la vida vegetal es parte de nuestras raíces
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Nací en una casa completamente envuelta por una enredadera como un enorme paquete verde. A esa casa debo haber entrado por la puerta principal a mediados del mes de octubre entre mantas bordadas con flores diminutas y batitas tejidas por alguna de mis dos abuelas en un moisés de sábanas almidonadas. No habrá pasado mucho tiempo hasta que ocupé con mi cuna de barrotes blancos el cuarto al fondo del pasillo que daba al jardín y más allá a las vías del tren y mucho más allá al río que podía verse entre algunos de los pocos edificios que había en el bajo en esos tiempos.
La enamorada del muro, ficus repens, tal su nombre botánico, se mantenía verde durante todo el año con unas hojas pequeñas y ásperas de un verde oscuro. Las más nuevas, en cambio, eran todavía más pequeñas, tiernas y de un color amarillento o inclusive anaranjado que iba virando a su tono final. Como un buen peinado, la enamorada del muro exige ciertos cuidados: el ruido metálico de las tijeras gigantes con las que llega Faustino el jardinero para podarla. Mi madre se preocupa por el bicherío y la humedad que podía generarse en las paredes. También le pide a Faustino que revise el rosal que solo cada tanto saca alguna flor. Mi madre lo odia por ingrato. “El rosal de las ruinas”, le dice.
Esa casa de mi niñez con su jardín en pendiente y palmera en el fondo, que recuerdo con cierto cariño, es el telón de fondo que elijo indefectiblemente para todas las pesadillas de mi adultez. Una casa a la que llego y encuentro con la puerta de entrada sospechosamente entreabierta; los pasos en las escaleras suben desde el living y me obligan a escapar, por supuesto corriendo en el mismo lugar sin avanzar; ese 791-8119 que suena en la mitad de la noche y cuando lo atiendo escucho mi propia voz en otro tiempo, pero en el mismo lugar. Y el jardín, de noche, con plantas que empiezan a arrastrarse por el pasto, hambrientas, sigilosas, en busca de mis pies desnudos. De chica solía tirar de las ramas de la enamorada del muro adheridas a la pared tratando de despegarlas; lo hacía con tal fuerza que era obvio que ese amor estaba arraigado: un poco opresivo o dispuesto a devorarnos a todos una noche, de un único bocado.
Contrató a un jardinero que había trabajado en las Tullerías en París y se obsesionó con una sola idea: conseguir las 100 especies más venenosas y narcóticas de la Tierra, y además que cada una de ellas tuviese una historia para contar.
En un castillo en Northumberland conviven rosas inglesas de las más exquisitas fragancias, topiarios, fuentes de aguas y una increíble flora nativa y exótica. Sin embargo, detrás de unas pesadas rejas de hierro se esconde un jardín secreto que alberga las especies vegetales más letales del planeta. Cuando la actual duquesa de Northumberland tomó posesión del castillo de Alnwick en 1995, a pedido de su marido, que creyó que así establecía una distracción inocente, pasó a ocuparse de los jardines. Contrató a un jardinero que había trabajado en las Tullerías en París y se obsesionó con una sola idea: conseguir las 100 especies más venenosas y narcóticas de la Tierra, y además que cada una de ellas tuviese una historia para contar.
Esto implicaba que feroces asesinas sudamericanas debían convivir, por ejemplo, con las más mortíferas variedades europeas. La duquesa se deleita con una de sus plantas favoritas, la Brugmansia o trompeta de ángel, que justo antes de matar se convierte en un apasionante afrodisíaco para su víctima. A unos pasos la más europea Belladona, de nombre dulce y engañoso, pero que se supone estuvo en la poción que tomó Julieta para fingir su propia muerte y la dejó en ese estado catatónico que tanto confundió a Romeo, desencadenando ese desastroso final. Ya sea que lo hagan con placer o con dolor, en la entrada del jardín venenoso de Alnwick hay una advertencia escrita en blanco, junto a la clásica calavera con dos huesos en forma de cruz que la atraviesan: “Estas plantas pueden matar”.
Ya sea que lo hagan con placer o con dolor, en la entrada del jardín venenoso de Alnwick hay una advertencia escrita en blanco, junto a la clásica calavera con dos huesos en forma de cruz que la atraviesan: “Estas plantas pueden matar”.
Los domingos por la mañana, después de desayunar, mi abuela me llevaba en un recorrido por su terraza en el que revisaba minuciosamente el estado de cada de sus macetas. Las movía de lugar si sentía que no estaban recibiendo luz, quitaba las hojas secas que se habían acumulado en la tierra y regaba a las que necesitaban agua. Todo en silencio. Yo la seguía de cerca, haciendo mi propia inspección y llamándole la atención sobre algún hallazgo. La veía cortar gajos justo en el nudo y colocarlos en frascos de vidrio con agua. A las semanas, cuando volvía a dormir a casa de mis abuelos, los gajos habían largado unas raíces como pequeños gusanos blancos que con el paso del tiempo se iban enredando, alertando que ya estaban listos para pasar a tierra. Fui aprendiendo esta silenciosa lección de jardinería de terraza basada más en la intuición que cualquier formalidad. Soy una buena jardinera. Casi medio siglo después, los domingos por la mañana me encuentran recorriendo mi balcón, haciendo una inspección de macetas y canteros, hundiendo un dedo para verificar la humedad de la tierra y el estado de las raíces, de mis plantas y acaso de las mías.